martes, enero 01, 2008

JUAN Y ROBERTA: LAS CARTAS

Juan y Roberta: Las Cartas
Daniel Navarro / Michele Moreno

I. LA CARTA

Juan:
Hace un mes ya que recibiste esa carta en la que te notificaban que habías sido nombrado Segundo Asistente de Artillería. Hace un mes que nada sé de ti. Cuarenta y dos días después del que nos casamos, tu patria te alejó de mi sonrisa. Estoy pasando unos días en casa de Margarita, porque estar sola en la casa, nuestra casa, es ya insoportable. Todo me recuerda a ti. La llave que compusiste en el baño, comenzó a gotear nuevamente. De día me es indiferente. Pero en las noches es imposible callarla: desde la cama, en medio de la oscuridad, cada gota es una duda nueva. ¿Dónde estará durmiendo? ¿Pensará en mí?... ¿Estará vivo? Sistemáticamente con cada uno de las gotas.
Cada mañana esperando al cartero. Voy siguiendo su silbato a lo largo de la calle; desde la casa de los Maroski, poco a poco, el sonido se acerca. Pero siempre pasa de largo. Y tu silencio es ya el sol que se oculta en el lago Swam. Es el amanecer que no llega. Es la noche profunda que sólo deja siluetas que se desvanecen en la esperanza.
Anoche vi un programa sobre los niños refugiados de la guerra, y se me salieron las lágrimas de imaginar tu sensible corazón en medio del paisaje. Maggie me consuela diciéndome que por tu prestigio médico es posible que te hayan trasladado al hospital. Y eso me da un poco de luz. Pero luego pienso que de esa manera tendrías que convivir con las mujeres voluntarias en enfermería. Y me duele el corazón, nada más de pensar que alguien pudiera fijarse en tu sonrisa, o que se enamoraran –como yo – de esa forma poética que tienes de mirar por la ventana, mientras te tocas la frente.
Para distraerme de los fantasmas, te estoy tejiendo un suéter azul, como el que te gustó en el mostrador cercano al muelle del que partiste. Lo medí con tus camisas, pero creo que la espalda me salió más chica, por lo que tuve que deshacerlo y empezar otra vez. “Dos derechos un revés”, voy repitiendo para dejar de ver tu espalda desnuda cuando te volteabas para dormir y yo te abrazaba así, para sentir tu olor que –creo que nunca te lo dije- – me daba mucha seguridad. Tu olor me daba protección. Era mi hogar. Que ya no tengo.
Hace dos semanas comí con tus hermanos. Como de costumbre, el tema fuiste tú. Tus anécdotas de niño. Tus años de adolescente. Ese tu amor patriota y por la justicia –maldita justicia – que me otorga cada día el color de la desgracia. Perdón, creo que me estoy poniendo más trágica. Y sé que no es lo que necesitas. Pero es tan difícil estar sin ti.
Aquí está haciendo mucho frío, y ya van dos noches que graniza. La hermana de Maggie me está convenciendo de pasar la Navidad cerca de la selva del Amazonas. Quiere que yo me aleje de esta rutina de espera. Me pide mi compañía para hacer un servicio social de alfabetización por unos días. Y aprovechar la estancia en Sudamérica para presentar mi nuevo libro de poemas en Buenos Aires… (Dime, ¿tú, has escrito algo? ¿Te sirvió la libreta que te di? ¿Y la foto en la que sonrío para ti, la conservas?) Pero yo no quiero apartarme de esta tierra tuya. Cinco mil kilómetros que ya nos separan son demasiados.
Aquí te esperaré, porque sé que regresarás. Te esperaré, y estrenarás tu suéter para caminar a la comida del barrio chino. Te esperaré, y podré reconocer tus pasos a la distancia, y tu silueta atravesando el jardín. Te esperaré, para verme otra vez en tus ojos y en tus noches.
Para abrazarte y nunca más dejarte ir. Para decirte “Ya pasó, todo está bien”. Te esperaré, porque te amo. No sé hacer otra cosa. No quiero.
Tuya
Roberta




2. EL RÍO
Un hombre miraba al río y se abstraía en la imagen de lo siempre cambiante del agua, de lo permanente del trazo del destino y de las voces de una brisa sabatina. Le acomodaron la cabeza y sintió el peine pasarle cerca de la oreja. Las tijeras se cerraron y un poco de su cabello cano se precipitó hacia el piso de tierra. Durante todo ese rato, había tenido la mirada fija en ese verdor al otro lado del río, en los árboles de enormes hojas y divagaba en la enorme cantidad de ranas y renacuajos que habitarían en sus diminutos parajes. Mientras, el peluquero terminaba de batir el jabón en un tarro y con un gruesa brocha le recorrió la nuca, aplicando la espuma. La suavidad de la mañana fresca y sin lluvia, les alivió mutuamente la necesidad de iniciar cualquier conversación. Tanto para el peluquero como para Juan, esos minutos transcurrieron en silencio. La navaja recién afilada en el cuero de la silla de barbero, suave la piel y con trazos meticulosos, dibujó el borde de los cabellos. Una vez terminado esto, le untó alcohol y produjo un escozor frío que le dio motivo para hablar. Sin embargo, la brisa se llevó las palabras directamente de su boca y no alcanzaron a registrarse en ningún oído. El espejo donde se miró estaba montado en un marco de madera pintado de verde. El peluquero le movió el espejo para que Juan verificara los detalles del corte de cabello. Sin embargo, lo que veía Juan distaba mucho de ser los detalles de las patillas y la cantidad de canas que ahora ocultaban cualquier rastro de su cabellera juvenil.
Los ojos reflejados en la mañana le recordaron aquella ocasión en que cambió su vida en forma permanente. La disciplina en el acorazado era férrea. Los cortes de cabello, el color de las botas, la pulcritud de los uniformes, era algo de la más alta importancia para aquella tripulación en pos de una guerra cuyo fin era impredecible. Su calidad de médico combinado con su juventud fueron dotes apreciadas en la armada, por lo que fue llamado para integrarse al cuerpo médico militar en esa embarcación.
Suspiró satisfecho y sacó del bolsillo las monedas que el peluquero recibió como premonición de una mañana venturosa, y se esmeró en remover con una brocha los restos de cabello que permanecían adheridos a los hombros de Juan. Dos o tres palabras de agradecimiento concluyeron el rito y al tomar el sendero de regreso a su poblado, montado en esa bicicleta antigua, recorrió los parajes arbolados de esa provincia llena de dulce y barro. Los tiempos de la guerra hacía mucho que habían finalizado y ahora su vida era otra. Tras avanzar un buen trecho, el sendero mantenía su trazo, acortando la distancia y cuando alcanzó a llegar a su cabaña, le salió al encuentro su nieta. La miró correr hacia él mientras abría el portón del patio. La modesta casa estaba enclavada en una pequeña loma llena de encinos y árboles frutales. Tenía los ojos azules y su mirada inquieta. La nieta había heredado esas características del abuelo que ahora la tomaba de la mano. Entró a su cabaña entre las risas y palabras de su nieta que no paraba de contarle los pormenores de esa mañana, de sus mascotas y sus muñecas.
Antes de que se cerrara la puerta de madera con el resorte que la jalaba, entró el perro que le acompañaba en sus días de soledad. El fin de semana los dedicaba a su hija y a su nieta, pero el resto de los días los pasaba prácticamente solo. Únicamente danska lo acompañaba.



3.- LA NOTICIA
Fue maravilloso tener noticias tuyas. Cuando llegué a la casa y vi el sobre debajo de la puerta mi vida palpitó. Repasé con mi mano tu letra y por un momento tuve miedo de abrir la carta. Tuve miedo de lo que me fueras a decir, de tu presente, de nuestro futuro. No sabes qué gusto me dio confirmar las sospechas de Maggie de que habías sido trasladado al hospital. Sí, claro que puedo imaginarme tu dolor de todo lo que ahí ves. Lo de tu compañero: no tiene nombre. ¿Cómo pueden permitir algo así? Me cuentas, y puedo sentir tu impotencia ante la imposibilidad de salvar a un hermano. “No es tan grave la destrucción física como la espiritual”, me dices. Y casi puedo ver tus ojos mientras me lo dices. Quisiera estar junto a ti y hacerte un chocolate de esos que te fascinan y con galletas de almendra de la receta de tu mamá que me dio tu hermano. Pero hoy, mi amor, a pesar de todo lo que me cuentas y del sonido ese tan triste de tu corazón, estoy más segura que nunca de que volveremos a encontrarnos. Una noche cercana volveré a navegar en tus ojos de mar agitado que revolucionan mis mañanas. Cuando esta pesadilla termine, cumpliremos aquellos sueños que platicamos en el día de campo de la pasada Navidad. Verás, mi manzano delicioso, que tendremos nuestra casa en un bosque, entre árboles de esos que te encanta colgarte y balancearte de verde cada vez que encuentras una rama susceptible para ello (¿te acuerdas el día que te conocí?) Sembraremos árboles frutales y nos quedaremos abrazados por lo largo de los días. Y de las noches. Comiendo manzanas y besos. Serás tú me rama, seré yo la voz que te saciará cada vez que te sientas solo. Volaremos juntos entre las luciérnagas de un jardín sólo nuestro, y tú me contarás un cuento. Como solías hacerlo cada noche. Tendrás una banca para ver el cielo oscurecer. Tendrás la lancha que quieres, para atravesar los ríos en las tardes de crepúsculo. Y el mejor equipo de pesca. Tendrás mi cuerpo, para hacer de él lo que tú quieras (todos tus caprichos) . Y tendrás un hijo, Juan. Tendrás un hijo, porque –aun en contra de los demás que no quieren que te lo diga, que no debo preocuparte, que debes estar concentrado- te lo digo, amor: estoy embarazada. Si es niño, se llamará como tú quieras; pero, si es niña, se llamará Camba, aunque tú no quieras, aunque hayas borrado el nombre el día que hicimos nuestra lista. Se llamará Camba, como las mujeres guerreras, porque, sea lo que sea, tendrá tu coraje. Esa llama que arde y contagia y convence dominando. Es lo único que sé. Y tendrá los ojos azules, como tú, para que cada vez que yo los vea, te mire. Como te estoy mirando, Juan, en este mismo momento en el que tu ausencia presente me acaricia el brazo, y yo te beso. Con esta maldita pasión que me dejaste enredada en los deseos. Con el amor que en esta hora cruza fronteras e ideologías y se acomoda en el bolsillo de tu camisa. Llamándote.
Tuya
Roberta

P.D. ¿Quién es la mujer que aparece en la foto, atrás, a la derecha, mirando hacia ti?
P.D 2 Lo he pensado bien: la soledad me mata y cada día la tristeza se abalanza sobre mí; creo que acompañaré a Maggie en su viaje al Brasil.
P.D 3 ¿Por qué no mencionaste a Charlie en tu carta?¿Está bien?




4.- LA POESÍA
Juan amaneció ese miércoles con una extraña sensación. Quizás era porque en la noche le había acometido nuevamente el dolor aquel en la pierna, producto de una bala durante una escaramuza breve y sangrienta durante la guerra. No afectó ninguna parte delicada de su cuerpo, pero de vez en cuando le regresaba una punzada. A lo mejor fue por haber andado en bicicleta el fin de semana anterior, paseando a su nieta. Con todo, volteó el anuncio en su puerta para indicar que se encontraba un "Médico Militar" y se dispuso a esperar a que alguno de sus pacientes se presentara. Acompañado de un café, miró a danska mover la cola con su siempre presente alegría. Se sentó en el sillón de doctor y busco ese libro de poesía que tanto atesoraba. Se trataba de un libro impreso en Buenos Aires y escrito por Roberta Higareda. Conocía muy bien varios de aquellos poemas ya que se remontaban a un periodo de su juventud, cuando en su natal México estuvo enamorado de esa chiquilla poeta. Al retomar el libro no necesitaba leer ninguno de aquellos poemas ya que los sabía de memoria. Abrió en la página del verso que iniciaba con “Amor de Hiedra, manos de papel...” y cerró el libro con una oleada de recuerdos de juventud. En la contraportada estaba ella, con esa fotografía en blanco y negro que él mismo había tomado. En aquella ocasión habían estado juntos en casa de unos familiares y al salir al patio cubierto de piedra basáltica y enredaderas de hiedra, le tomó la foto que a final de cuentas se convirtió en emblema del libro. Miró la foto y sintió una vez más lo que siempre quiso saber pero nunca pudo investigar... “Roberta...amor mío...”
Había recibido algunas de sus cartas y había tratado de responderlas, sin embargo, la vida le deparó un destino que no pudieron haber adivinado aquella ocasión cuando fue reclamado por el ejército alemán para incorporarse a la tripulación del acorazado que tendría como rumbo la exploración del Atlántico sur, cercano a las Islas Malvinas. Era preciso conocer el avance de las inteligencia británica, por lo que en su carácter de nacional germano, a pesar de radicar en México, fue llamado a servir a su patria. Sus padres habían nacido en Berlín y trajeron al pequeño Hans a México. Un teutón blanco de ojos azules, pronto fue mexicanizado como Juan. El nombre perduraría hasta ahora, como lo acreditaba el letrero que complementaba la leyenda: Juan Reissler, Médico Militar.
Alguien tocó a la puerta. “Adelante...” dijo el doctor.
Una persona de sexo femenino abrió la puerta y entró.
Señora Gabriela, pase usted, tome asiento... –le dijo con atención—dígame, ¿cómo se siente?
--Doctor, me siento mejor gracias a Dios. Vine para traerle unos pastelillos de queso y mermelada de zarzamora. Ya sabe usted que no es fácil conseguir esas frutillas por acá, pero como es usted mexicano, pues he encargado con unas amistades un pomo de jalea, espero que le guste.
--Gracias, es usted muy amable. Sí, a veces extraño el sabor de los aguacates y de los chiles rellenos, tan comunes en México. Pero en estas tierras argentinas no siempre es fácil encontrarlos. No debo quejarme. Me he acostumbrado completamente a estas latitudes y me siento en casa. Mi mujer fue argentina y ahora mi nietecita que me vuelve loco...”
--Es una lindura ella, ¿Cómo está? Hace tiempo que no la veo...
--Bien, muy contenta y sana. Estuvo a verme el sábado pasado. Se quedó el fin de semana ya que sus padres salieron de viaje.
--Entiendo, Juan, no tiene que darme más explicaciones. La vida tiene trampas que son inexplicables e invisibles, pero descubre uno que colocarlas es más fácil que desarmarlas. ¿Dónde está su nieta? ¿Todavía sigue con usted?
--No, Gabriela. Ya regresó a Buenos Aires.
La señora depositó los panecillos y descubrió el libro de poesía. “¿Puedo?” preguntó y al recibir una afirmación del doctor, se detuvo en la fotografía de la contraportada.
--¿La quiso mucho, verdad?
--Gracias por los panecillos, Gabriela, en verdad no tenía por qué haberse molestado –replicó.
Ella entendió que el tema no era para esa mañana. Dejó el libro en su lugar y acomodó la canasta en el escritorio. Se despidió con mucha gentileza.
Juan se quedó en el pórtico mirando cruzar el patio a aquella mujer. Regresó a su escritorio y mordió uno de aquellos panecillos rellenos de zarzamora. Volvió a tomar el libro de poemas y se sintió feliz.
Una inexplicable alegría le invadió esa mañana. Tomó el libro y salió al patio.



5.- LA PROMESA

Amor de hiedra, manos de papel
Soy la planta que recorre las paredes de tu mente
Me enredo tenaz en tu corazón de roca
Persisto
A pesar de la lluvia de tu tan silencio
Del granizo de las noches en que duermes
Florezco en cinco pétalos
Que son los dedos que te recorren
En toda tu estructura
A lo alto
A lo ancho
En el muro sobrio de tu cuerpo.
Trepo por tus días y te cubro
De versos
De vicios
De verdes
Escalo tu sonrisa…
Soy la planta que crece en ti
Contigo
Y de mi tronco apasionado
-con resina enamorada-
Ya se extienden manos de papel
Donde escribes tu destino
El recuerdo de otras veces
Papeles que tiemblan con el viento
Letras que acarician
Tocan
Amor de hiedra, manos de papel
Seré por siempre para ti
A través de los meses
De los años
Más allá de la ausencia y del olvido
Del tiempo sin retorno y de mis hojas muertas
Polvo ya…
Una tarde cualquiera
De una soledad posible
De un mayo lejano
Leerás esta condena escrita con mi savia
Y me sentirás
Cubriéndote con mi sombra
Subiendo por tu espalda
Amándote
Como si fuera hoy.
Y entonces otra vez
-lo prometo-
Sonreirás desde un verde jardín
Amor mío.




6. JURAMENTO
Juan tomó una foto diminuta que se ocultaba entre una de las páginas de ese libro de poesía. La acarició y se acomodó los lentes para volver a revivir esa escena de su vida pasada. Un nudo en la garganta le hacía sentirse como en aquella ocasión. Los años transcurridos no habían logrado palidecer el recuerdo. Esa fotografía mostraba a un joven posando en un estudio, vestido impecablemente. Ella estaba de blanco, con un vestido hermosísimo, delicadamente bordado. Era Roberta quien brillaba por su hermosura. Con el velo de novia, su cutis maquillado a la usanza de la época parecía de porcelana. Una sonrisa era celo del ramo que sostenía entre sus manos.
Juan había enamorado a Roberta y ese día se juraron amar por toda la eternidad. Para Roberta, el día fue la culminación de un largo período de pasión en rosa. Cada noche había estado cortando los moldes de su vestido de novia. Había adquirido los mejores lienzos y meticulosamente los dibujaba y unía con hilo pieza a pieza. Los adornos eran excepcionalmente bellos y ella había dedicado todo un arte de entrega a ese vestido de novia. Los bordados en blanco acrecentaban los detalles de amor que había soñado. Desde el primer día que supo que ya no era niña, empezó a soñar con su traje de novia. Lo dibujó muchas veces y tomó todas las clases de corte y confección que se ofrecían en su rumbo. Pronto aprendió los detalles e inició su gran proyecto: su propio vestido de novia. Por años mantuvo una férrea disciplina para cubrir un sueño de velos y grabados. Todavía no conocía el nombre de su príncipe azul, pero ella ya estaba en un anhelo cuya manifestación visible era aquel vestido.
Su hermana Alicia, dos años menor que ella, pronto se le unió a ese sueño, empezando a dibujar su propio vestido de novia. Las dos hermanas eran tan cercanas y sinceras en ese ideal, que mutuamente se animaban para lograr conseguir posarse ante Dios, en el altar, jurando amor y permanencia en los sentimientos. Hasta que la muerte separase a la pareja en forma física, ¡oh, fortaleza de espíritu!
Cuando Juan llegó a la vida de las hermanas a través de Roberta, se enamoró profundamente de sus ojos, de la calidez de su sonrisa. Sin embargo, pronto conoció a su hermana, quien le conmovió inmediatamente en lo más profundo de su corazón. Alicia era tan bella como Roberta.
El noviazgo fue breve. Juan se presentó a la casa como el novio oficial de Roberta, y si bien llamó la atención que nunca habló de su propia familia, fue cierto que ella nunca explicó tampoco demasiado acerca de esas circunstancias. Juan no habló jamás de su pasado, ni de sus actividades presentes. Las visitas a la casa de Roberta se empezaban a prolongar más allá de lo que sería una visita de novios. Alicia era una presencia demasiado cálida para Juan. No pasaba desapercibida su respiración, sus pasos, su cintura. Los besos de despedida buscaban sitios de aislamiento donde Juan y Roberta brevemente se mimaban. Sin embargo, Alicia se hacía cada vez más frecuente en el recuerdo de un Juan sin pasado, con palabra esquiva.
Roberta recibió todo el apoyo de Alicia el día de la fotografía y se fueron al estudio. El día que se casaron, toda la familia de ella se hizo presente. Regalos, deseos de prosperidad y felicidad. Alicia estuvo también especialmente sonriente y animosa. Si lloró, lo hizo en la total oscuridad de la noche. Si besó a la almohada, no quedaron registros de su lápiz labial.
Para Juan, la ceremonia transcurrió llena de emoción no exenta de confusión. Alguien de la familia de ella tuvo que firmar como testigo suyo. Nadie de su parte lo acompañó. No hubo amigos ni familia... no hubo explicaciones tampoco. Las incómodas preguntas se harían a su debido tiempo, de acuerdo con lo que el papá de Roberta había ordenado cuando alguna vez se preguntaron por el pasado de Juan. La orden del señor fue acatada en lo más amplio.
De igual forma, Juan aceptó la generosidad del señor Don Agustín, para ocupar una de las recámaras de su casa, durante una estancia breve. Así, aquellas paredes conocieron la forma en que aquel vestido bordado con inacabable romanticismo, caía parte a parte en el piso de una recámara nupcial de ensueño. Para Roberta, la culminación. Para Alicia esa noche fue insoportable. ¿Cómo dormir? Anticipando, había comprado unas pastillas para poder conciliar el sueño.



7.- LA DESPEDIDA

Juan:
Mañana temprano me aparto de tu vida para internarme en una enorme selva que a pesar de su extensión es menor que tu indiferencia. Tres meses sin saber de ti. Pensaría lo peor, si no fuera porque tus hermanos han recibido regularmente cartas tuyas, lo cual define las cosas. Y es ahora cuando apenas en tu ausencia comienzo a darme cuenta de lo que tal vez siempre estuvo ante mí, y nunca quise ver: tú no me amas o al menos no con ese amor que enciende y atraviesa distancias por unos ojos que adoran, no; debí escuchar a mi corazón el día que encontré la carta para Alicia, a quien tú le hablabas de mí de manera tan fraternal y tierna que cualquiera se hubiese dado cuenta de tus verdaderos sentimientos. Menos yo. En estos momentos, en los que en mí late un pedazo de tu vida, acaricio mi vientre y siento sus movimientos, mientras comienzo a aceptar que este hijo será lo único que conserve de ti; la conclusión de nuestra historia, Juan.
Mañana, con la primera luz del día, comenzaré una infranqueable carrera hacia el olvido (Dios me ayude). Pensé no aceptar la invitaciónl, sin embargo, ¿para qué quedarme en plena Navidad sabiendo que no estarás conmigo? No, Juan, tú sabes que yo no sé quedarme así nada más viendo que me atropelle la vida, no. Sólo de pensar en esa noche sin tu abrazo, mientras tú quién sabe dónde… Por eso acepté irme con Maggie. Y así escapo de tu recuerdo y de esta ciudad que te tiene sin tenerte. De tu silencio y de tus labios puestos en la copa de un vino que no es el mío. De esta espera moribunda de un cartero que no llega. Y de tu aroma que permanece en cada esquina de esta casa. Mas, para cuando leas esta carta, ya no estaré esperando como cada día tu respuesta, sino que mis ojos estarán clavados quizá en una cascada, en la que depositaré tu nombre –tantas noches repetido en silencio- para que lo arrastre con ella a través de los ríos, más allá de las piedras, hasta llegar al mar, ya con las letras en desorden, para que nunca más yo lo encuentre escrito en la arena; tu última caricia se la diré en secreto a los saraguatos que la desharán en sus gritos nocturnos, repartiéndola en fragmentos sobre encinos, fresnos y cipreses. Una parvada de guacamayas rojas me recordará el color de la pasión que hoy por ti siento, y sin embargo, sé que esa nube roja se alejará entre laureles y guácimos, llevándose en su vuelo y sortilegio esto que arde por dentro, y que es tan grande que tú no supiste cómo acomodar en tu vida. Palo mulato y quebracho harán la hoguera oscura donde arderá tu voz; tu sonrisa, esa llena de colores, la enredaré en las alas de un tucán de cuello amarillo que se perderá en el bosque de pinos, sin que yo pueda escuchar la ruta ya invisible entre la niebla.
Sí, Juan Reissler, mañana buscaré una selva profunda en la que no haya carteros que no llegan, y así por unos días habrá una razón para defenderme, un pretexto. Me engañaré a mí misma, diciéndome “No, Roberta, no es que no te ame, no es que te haya olvidado, no…” Te escribiré desde ahí, desde un punto indefinido sin dirección postal, e imaginaré que el buzón de esta casa ya desborda cartas de amor, que ya cubren el pasto, el camino de entrada (que tú mismo diseñaste, para no volver a transitar).
Sé que estás bien. Me voy tranquila conociendo tu seguridad en el hospital. No sé cuánto tiempo permanezca ahí. Aunque sí sé que mi bebé, nuestro bebé, no nacerá en esa tierra de olvido. Lo más seguro es que antes de la fecha esté de regreso en esta casa. Ojalá sea niña –como deseo que sea niña- ¿sabes para qué, Juan? Para que cuando ya no me tengas, me encuentre en ella. Para que te recuerde que fui una niña feliz en tus piernas. Para que te atormente la idea de que me perdiste. Porque si de algo estoy segura es de que entonces sabrás que me querías. Que nunca me olvidaste. Sólo te acostumbraste a la idea de que fuera yo la que te amara, incondicionalmente por toda la vida. Nunca pudiste decir con precisas palabras que me amabas. Tu sangre alemana se impuso siempre. Creíste, Juan Reissler, que siempre te esperaría sentada en el portal. Pero no es así. Hoy mis alas se despliegan ante un cielo nuevo. No espero más. Ya la hiedra se seca y se hace polvo… Y cómo duele esta realidad. Me voy a una selva helada que me dé el calor que tú no pudiste darme. Me alejo en este invierno en el que una vez más escucharás de mis labios que te amo. Frase que se estrellará en el hielo de tus sentidos. Otra vez. Frágil destino el de este “te amo” que - como todos los anteriores desde hace algunos meses- apenas nace de mi boca para morir en el vacío… Irremediablemente.
Feliz Navidad, donde quiera que estés, amor mío.
Roberta





8.- ALICIA

Durante los cuarenta y tantos días que siguieron (es válido preguntarse si fue un lapso premeditado en la mente de Juan), el amor se derramó entre sábanas de un hogar insospechado. Sin temor a equivocarme, pienso que cada una de las recámaras de una casa guarda secretos que nunca se revelan, particularmente cuando las sábanas se lavan y se secan al sol. Con los rayos solares y la brisa, las palabras y los besos se adhieren en forma permanente a la tela. Alicia lo intuía y una mañana fue expresamente a tocar aquella ropa de cama que envolvía en la oscuridad los cuerpos de su hermana y de Juan. No significaba una falta de amor ni de confianza. Ella demostraba un profundo amor a su hermana pero la presencia de Juan era demasiado perturbadora, inquietante. Un sábado, cuando no se encontraba nadie en la recámara, se introdujo y buscó señales de un amor que le era ajeno. Descubrió un orden inesperado en la disposición de la ropa en los roperos, de los artículos personales de él. Una pequeña maleta contenía las escasas pertenencias de Juan y pudo percatarse que algunas cosas permanecían ahí... como si fuera a irse, a viajar en fecha próxima. Tuvo una corazonada pero la descartó cuando vio el estuche de menesteres médicos que siempre acompañan los caminos del destino de alguien que se dedica a salvar vidas humanas. Se sentó en la cama y recorrió con sus manos la delicada superficie, y se acostó por un momento. Su mente divagó por sitios distantes tratando de adivinar cuál sería el lado masculino de la cama. Inesperadamente, escuchó pasos que se acercaban. Se incorporó con prontitud y alisó con las manos la cubierta de la cama para que no se notara su presencia. Al llegar a la puerta, encontrarse con Juan casi le provocó un desmayo. Sin encontrar palabras, sus mejillas se cubrieron de rubor. Él le acercó la mano a la cintura y le depositó un beso cuyo objetivo pudiera haber sido sus labios, pero ella esquivó en un momento de decisión. Únicamente sintió el roce de su boca al revolotear cerca del cuello. Le hizo una seña que no hiciera ruido, para evitar hacer notoria la presencia de Alicia en la recámara, y tomó su maletín, saliendo inmediatamente. Ante el temor de que Roberta pudiera subir a la recámara, Alicia sintió que se le escapaba el corazón. Sin embargo, Juan abandonó la habitación en forma ruidosa, y ubicando espacialmente su propia presencia conjuntamente con la de Roberta y la de Agustín. Alicia salió en silencio de la habitación a la que nunca jamás volvería a entrar, como se lo propuso en ese mismo instante. La intención de Juan de acercarse le había resultado extremadamente tentadora en un inicio, pero ahora le resultaba ofensiva. Su condición de mujer le colocaba inmediatamente al lado de su hermana. Una mezcla de sentimientos invadió su corazón. Afortunadamente, Juan se había preparado para asistir a un enfermo en una casa cercana, y Roberta había insistido en acompañarlo.
Alicia sintió una profunda tristeza. Su corazonada se hacía presente una vez más... Juan se iría. No entendía las razones ni la urgencia, pero era seguro que su presencia no duraría lo que el resto de la familia daba por sentado. Se acercó a su propia recámara y la vio tan sola, tan vacía... pero también la sintió como una fortaleza inexpugnable a la cual nadie tenía acceso. La puerta de esa recámara era la entrada a su corazón. No había lado masculino en su cama ni aditamentos que no fueran de su propio uso.
Cuando regresaron Juan y Roberta, la visión de Alicia se fue consolidando. La mirada de Juan se tornó en arenisca deleznable por el viento del atardecer. También le resultó reveladora la mirada de su padre. Agustín empezó a demostrar desconfianza ante una persona que se había aparecido y tomado posesión de esa casa, sin mostrar nunca credenciales de ningún tipo, la carencia de palabras sobre sus lazos, su pasado, empezaron a minar la confianza de un hombre rudo por naturaleza.


9.- LAS MANOS
Juan:
Te escribo desde la soledad de un cuarto de hotel en Bolivia, mañana visitaremos una comunidad de mujeres Cambas. Hacemos escala antes de continuar este largo viaje que tendrá fin en dos días más. Son poco más de las 12 de la noche y de tanto ajetreo sólo queda el silencio hablando. El silencio diciendo tus ojos, el silencio diciendo tus manos, el silencio preguntando qué fue, quién, y por qué. Todas ellas preguntas estúpidas pero que gritan en mi mente. Por ratos, en mi cabeza se amontona el recuerdo de nosotros amándonos. Presente, muy presente, están los primeros días en los que te conocí. La primavera llegó con tus ojos-calor a mitad del invierno. Yo no estaba segura en un principio. Te veía observándome con cierta grandeza que era pequeña y que a la vez abarcaba totalmente mi atención. Me agradaba tu compañía sin saber cómo ni cuándo. Una luz llegó con tus pasos vagabundos –como si cien luciérnagas trajeras de la ruta- y tus ademanes de “dime todo sin hablar”. El tono de tu silencio me decía que quién sabe, como un amanecer nublado. Pero poco a poco tu mirada se hizo fuego y no era ya tan agua, no; no esa llovizna que apenas nace, sino una tormenta que escampa sin remedio. Hablabas poco de ti, lo cual fue la carnada perfecta para una niña caprichosa como yo. Papá no se cansaba de decirme que no era lógico que no supiéramos más de tu familia, de tus pasos, de lo que fue.
Por eso en un principio pensé que no era posible; de todo tú, sólo había un detalle que no generaba dudas (y por el cual me ganaste totalmente), y era que cuando mirabas –y cómo mirabas- mis manos en movimiento mientras yo hablaba, yo sentía que tú sentías. Y se me olvidaba qué era lo que me preguntaba de ti, por ese breve instante en que yo sabía que tú sabías que lo sabíamos todo. Tus ojos viajando, violentos, como incendios de mis manos a mis ojos, y de ahí a mi cuerpo para empezar otra vez, siempre haciendo énfasis en las manos, era la llama que me prendía y me hacía desear que me hicieras tuya. Para siempre. Sentados en la banca del jardín, soñábamos juntos con el día de nuestra boda, con la casita que tendríamos, con las inacabables noches de amor. Mientras hablabas, yo me perdía en el humo de tu pipa que se mezclaba con el azul rotundo de tus ojos, como nubes pasando por el mar.
La noche de nuestra boda, no dormimos. Nos mirábamos una y otra vez, desnudos el uno al lado del otro. “Déjame mirarte así, como nunca te había visto”. Esa noche me hiciste el amor cuatro veces, a la vez que decías con tierna violencia: “No tengas miedo… No abras los ojos; sólo déjate llevar por lo que sientes… Cuando te toque por primera vez será con mi boca”. Así mis manos- esas que tanto observaste antes- en la oscuridad te conocieron, y las viste a contraluz en movimiento sobre tu piel, sobre tu sexo, tus piernas, tu pecho… sobre tu vida. Debajo de ti me deslicé hasta la madrugada. Después, nada más nos mirábamos fijamente a los ojos. Sin decir palabras, sonreíamos. Mientras acariciabas mi frente (sin dejar de verte en mis ojos), yo estuve segura de que estaríamos así para toda la vida. Mirándonos. Y sin embargo, de pronto la partida. El silencio. El mismo que habita en esta solitaria habitación de un hotel cualquiera donde no estás. Y quizá yo tampoco. ¿Dónde te quedaste? ¿Dónde yo? ¿Dónde Nosotros?
Es tarde, y el cansancio me vence. Sólo que necesité verte por un momento. Aquí estoy; sigo siendo yo, con las mismas manos que ayer te conocieron y que hoy te buscan desesperadas en líneas rectas sobre el papel. Pero no están tus ojos para descifrar el movimiento. No el incendio. Y tu sonido es hoy sólo una música en fuga.

P.D. ¡Qué egoísmo! Con tantas soledades olvidaba darte la noticia familiar (sé que te alegrará): nuestra hermanita Alicia se nos casa el próximo mes. ¿Te acuerdas del piloto? Pues nuestra pequeña aceptó volar con él por el resto de su cielo.

Con el amor de ayer
Roberta






10.- ROBERTA
Entre sus brazos temblaba como pajarillo. Cálido en su modo, los brazos de Juan cubrían el perímetro de un amor desbordado por encima de los cauces al paso en que la certidumbre sobre esa felicidad era una plomada que marcaba el centro de la tierra y el punto del infinito donde la curva señala un final que nunca llega. Esa noche, su voz se estremeció hasta lo profundo, como tocando un volcán y le pidió que la amara porque ella era su mujer, para navegar en un mar que nunca había conocido. La noche de bodas había sido una fascinación, de modo que cuando el momento llegó, adquirió las proporciones necesarias para dilatar el espejo de los ojos que reflejaban su férrea decisión de enfrentar lo desconocido. Ese momento lo eligió ella, cuando el calendario fijó una fecha críptica para el profano, diáfana ante los ojos de una mujer con determinación. Al inicio, ella caminó dócil de la mano de su amante hacia rumbos impredecibles. Poco a poco, los recuerdos se acumularon entre la ropa que como muda de serpiente, fue abandonada a su suerte en un borde de una silla: Juan fue voz de urgencia, ella de conminación; masculinas mordidas arrancando femeninas respuestas tan similares en profundidad que eran idénticas; múltiples recorridos por geografías que dilataban el rectángulo de un aposento delimitado físicamente por piedra y concreto; lo que Roberta tan afanosamente alimentó durante las tardes de costura y bordado de su traje de novia. Con alfileres entre los dientes besó a Juan, con tijeras recortó su respiración mientras desgarraba su propio cuerpo ante su presencia. Roberta recordó momentáneamente a Alicia, llena de felicidad, deseando que su hermana, llegado el tiempo, pudiera vivir semejante trayecto entre los bosques amorosos. Juan también la recordó, aunque sería más exacto aseverar que nunca la olvidó durante aquellas horas nocturnas íntimas donde otras personas pueden (aunque incorpóreas) secuencial o simultáneamente, concurrir a esa ceremonia de amor desabotonado. Así estuvo presente Alicia en la mente de Juan... entre otras personas. Por remordimiento, nostalgia o cinismo, Juan estuvo en esos momentos con alguien más que le habló al oído muchas veces. Su voz taladraba su recuerdo. En el abrazo a Roberta había muchos más brazos a los cuales se entregaba Juan en esa vida caótica que contrastaba con su modo articulado de hablar y meticuloso con sus objetos personales.



11.- La Camba
Mi gurí:
Llevamos dos días en Bolivia. Hoy visitamos la comunidad de Santa Cruz. Los campos de maíz volaban con el viento, y me recordaron tu cabello brillando bajo el sol. En esta tierra se respira valor. Tierra de "cambas", forma despectiva en la que llaman a los mestizos de la sierra. Sin embargo, amor, hoy estuve con Mariela Corcuy; una mujer valiente. Tenía razón el libro que leí sobre las mujeres cambas. Bellamente ataviada con su tipoy, ella me sirvió arroz con yuca y una tablilla de maní. Me contó su historia de amor. Triste, aunque no tanto como lo está siendo la nuestra. Me habló de los que sus abuelos le contaban sobre los orígenes y creencias de los guaraníes. Al notar mi estado de embarazo, me preguntó por ti. Yo le dije que trabajabas por el momento en otro país, pero que pronto volverías conmigo. "Pronto", repitió ella con un paisaje en sus ojos que no supe descifrar. Había en ellos siglos de sangre guaraní. Y luego dijo: "Para mis antepasados era muy importante que el padre estuviera presente a la hora del parto, porque –una vez lanzado a la luz el niño – el padre debía permanecer acostado en una hamaca por varios días, ya que se creía que un recién nacido, semilla de hombre, en los primeros días aún no se ha separado de él completamente... Y se temía que lo que le ocurriera al padre, lo mismo al niño". Una tristeza indefinible se apoderó de mí. Mas ella repentinamente me miró directamente y dijo: "Mujer, en tus ojos leo la fuerza del río Piraí: no tengas miedo; Jakaira creó la neblina, sí, pero Tupá creó las aguas, que todo lo llueven y lo transcurren... Tú tienes Alma Mariposa... Y te veo renacer". Luego hizo una señales muy extrañas al cielo, y me dio un beso en la frente. Por eso hoy, amor, te escribo con este espíritu fuerte y pacífico que me ha prestado una mujer camba. "El agua todo lo transcurre", me digo mientras te imagino mirando cómo llueve a través del cristal.
Me pongo el sombrero de sao que me han regalado, para dejar atrás esta tierra roja y generosa. Me pierdo entre el morado intenso de las flores de árboles tajibos y continúo mi súplica al agua... que llegará. Casi la siento. Mojándolo todo. Transcurriéndonos...
Con horizonte
Tu Roberta





12.- El doctor militar
Nunca la mostró abiertamente, pero era una carta de su gobierno. Le instaban a presentarse a una oficina de la embajada alemana, para apoyar las actividades de la guerra, particularmente por ser ciudadano alemán (vericuetos migratorios) a pesar de haber transcurrido toda su vida en México. Había estudiado medicina militar y su especialidad era Traumatología, por lo que podría incorporarse inmediatamente. Habló primero con Roberta, que no podía creer lo que estaba escuchando. Le respondió que no podía rehusarse al llamado legal porque como médico tenía una obligación moral, además de las circunstancias de nacionalidades. No dijo nada cuando ella planteó la necesidad de cambiar inmediatamente de situación legal, ni tampoco cuando rompió a llorar desesperadamente. La habitación de aquella casa tan espaciosa, se convirtió en una reducida prisión sin salida para el futuro de Roberta. Juan la abrazó y trató de consolarla, cuando escucharon que tocaban la puerta. Agustín entró preocupado porque siempre presentía cuando Roberta lloraba. Con firmeza, Juan repitió la historia que había contado y la respuesta fue un frío súbito, particularmente acentuado cuando Agustín no había encontrado la forma ni los procedimientos adecuados para indagar sobre la vida de ese desconocido que ahora se encontraba ocupando su casa y que encima de todo, resultaba ser de otro país. La historia no cuadraba. Había demasiados cabos sueltos. Para rematar, las pocas preguntas que le formuló a Juan encontraron ambigüedades que hacía muy impreciso el juicio. Buscó el abrazo de su hija, quien seguía sollozando. Preocupada por el destino de su esposo en condiciones de guerra. La vida era injusta... Agustín compartía la rebelión y frustración de su hija, pero la desconfianza crecía. Le preguntó que cuándo partiría.
La casa se ensombreció. Esa misma noche, la pareja estuvo hablando sobre los pormenores de la guerra, la participación de un médico en esas circunstancias. Casi al amanecer, Roberta no había cedido en su rebelión, pero había entendido las circunstancias que un médico debe sobrellevar para cumplir con su profesión. Su admiración por Juan se incrementó notablemente. Lo colocó en un pedestal de bondad. Quizás lo errático de sus sentimientos fueron exacerbados por las circunstancias de esos momentos, por lo cual no ahondó en otra cosa que no fuera el feliz retorno del médico militar.
Cuando llegó el momento de partir, Juan se despidió de todos los integrantes de la familia quienes le respondieron con emoción. Agustín seguía sumido en sus cavilaciones, pero respondió como lo esperaba su hija. Una vez más volvió a responder a favor de los sentimientos de Roberta, y estrechó la mano de Juan. Cuando llegó el turno de Alicia, la mirada fue un gélido adiós. No negó el saludo de mano, pero la mirada no pasó desapercibida para Agustín.
Una vez en la calle, después de despedirse reiteradamente de Roberta, hasta que ésta cerró el portón, Juan respiró aliviado. No quedaba mucho tiempo. Se desplazó rápidamente. Encontró lo que buscaba. Una caseta telefónica. Ahí se encerró por largo rato. Pagó por la llamada y se fue a la terminar de autobuses.
En la casa de Roberta, la vida se transformó particularmente porque se sentía distante de su vida anterior. Alicia, por su parte, se sentía despechada sin justificación ni explicación, pero eso era lo que sentía en su corazón. Agustín indagó sobre la embajada alemana y empezó a seguir en el periódico los pormenores sobre la guerra. Poco a poco, sin demostrarlo, avanzó en sus investigaciones.


13.- LA META
Juan:
Ya amanece, y me ha despertado el brinco de un bebé que tiene tu sangre. Hecho de ti y de tus recuerdos. Hecho de mí, y de mis ojos en los tuyos. Si vieras cómo se mueve... Son las cinco de la mañana, y los pájaros son un canto unánime de amor que me avisan que ya. Es hora de emprender esa larga travesía de caminos, paisajes, rostros de colores, aromas, montañas; pueblos. Hace algunos días te contaba que para mi este viaje es el olvido. Aunque sea por un rato. Aunque sé que no será fácil. A veces siento miedo de la selva. De los hombres que en ella habitan. De las fieras. Pero luego me pregunto, ¿no es mejor combatir contra una manada de bestias que contra la duda de tu amor? Y no sólo de tu amor, amor, sino que he estado atando cabos sueltos, y mis fantasías terribles se asoman por la ventana. Me persiguen las dudas. Me asedian. Me roban el espíritu...
Así, mi güero, la falta de tu amor hoy me empuja a un largo camino hacia el No Tú. Presiento que la ruta es tan grande como tu silencio. Tan difícil de transitar como tus pensamientos. Con tantas encrucijadas como tu pasado. Pero estoy dispuesta a intentarlo. Hoy daré el primer paso sobre este sendero misterioso que me aleja de ti. Si caigo en el intento, lo haré como el cazador de estrellas que muere fulminado ante la violencia de un astro que ha caído en su red. Sé que mucho espera por delante. Mientras tanto, inicio el andar al cerrar este sobre. Pero tú, amor, mientras yo avanzo, sígueme. Busca mis pasos. Después de cada cierta distancia, yo miraré hacia atrás, para adivinar tu cercanía. No dejaré de mirar. No dejaré... Llega hasta mí con el sonido de tu sonrisa. Abrázame por la cintura cuando me veas justo a un lado del peligro. Alcánzame, deténme, antes de que yo llegue a la meta; el final del olvido.
Con todo mi amor, mil cantos de aves, y el latido de tu hijo.
Tu Roberta




14.- Balajú
La noche lo sorprendió vagando sin rumbo. Tras caminar varias calles, se removió un anillo de la mano y lo guardó en el bolsillo de su pantalón. “Balajú se fue a la guerra” era una tonada que le agradaba porque habiendo sido criado por una jarocha, le alegró su corazón teutón cuando niño. Un cafetín abierto le resultó atractivo para pensar la larga historia de explicaciones que ahora debía preparar para Úrsula, su esposa. Compró unos cigarrillos y paladeó el sabor del tabaco. Durante los últimos cinco meses no había fumado por la disciplina de su imagen ante Roberta. Ordenó café y durante largo rato no hizo otra cosa que poner en orden sus ideas. A pesar de que había intentado lograr una conversación telefónica con Úrsula, no había tenido éxito. Revisó los detalles de la carta donde se le notificaba su presentación ante la embajada, lo que debía cumplir al día siguiente. Afortunadamente, la previsión propia de sus antepasados germanos, le había ayudado para contar con esa carta explicando los detalles acerca de los tiempos y procedimientos legales relacionados con su caso. Morir en la guerra era un pensamiento que al principio le inquietó demasiado. Cuando en aquella ocasión decidió separarse de Úrsula, pensaba vivir un período de soledad previo a la guerra en sí. Juan le tenía pavor. El idioma alemán era el de su casa y de su familia, por supuesto, pero se sentía mejor en español y viviendo en México. Durante un par de semanas vivió sólo, pero repentinamente una mujer se apareció en su vida en forma completamente casual. Era Roberta. Vivir una situación efímera pero intensa, le pareció atractivo como algo que debía hacer por si moría en la guerra. Sin embargo, ahora estaba confundido, completamente perdido porque la guerra seguía ahí: imperturbable, aniquilante. También estaba Úrsula en su pensamiento, siempre lo estuvo. Mas su vida con Roberta le había cambiado el semblante. La entrega de ella, el vivir con su familia le había permitido a Juan probar un breve paraíso de tranquilidad y calma.
Pagó la cuenta y salió del cafetín. Buscó un hotel donde pasar la noche. Al registrarse, anotó su nombre: Hans Reissler. El hombre de la recepción, quien parecía conocerlo, le indicó la habitación. Antes de que Juan ascendiera las escaleras, el empleado del hotel ya había rescatado una maleta de la bodega. La entregó a Juan, quien le extendió una gratificación y su agradecimiento. Tomó sus pertenencias y llegó a su cuarto.
Al abrir su maleta, guardó el anillo de Roberta y lo colocó junto a otro, que se encontraba en un cofrecillo. Revisó que el resto de sus cosas se encontraran en orden y se recostó. Sin darse cuenta, cayó en un profundo sueño.


15: LA LUZ PERDIDA
Anoche, Juan:
Caminé por senderos desconocidos, rodeada de árboles gigantes y verdísimos, como promesas de amor. La humedad goteaba y resbalaba por la espalda. La humedad sonaba como lo hacen tus ojos cuando miran en alevosía y futuro. Había pasado la tarde junto al río mirando la caída del agua por las rocas, el siempre viaje de una corriente que no da oportunidades y a la vez, las tiene todas; porque viaja sin regreso, y porque nunca deja de nacer, como tu voz en mayo. Avanzaba yo entre ruidos misterios de insectos sin sueño, entre olor a lodo, buscaba la luz del comedor común sin resultado. La noche me había encontrado distraída en la textura de tu boca. La luz se fue sin que yo me percatara de lo que a mi alrededor sucedía. En el mundo real. Todo eran tus labios. El paisaje tenía tu imagen. Y como tal se disolvió en una oscuridad impenetrable. Después de varios intentos, me di cuenta de que nada más caminaba en círculos y que todos los senderos me llevaban al mismo punto. Tuve miedo. Me detuve y traté de seguir sonidos de civilización. Escuché una risa que venía del norte. Irónicamente, alguien estaba siendo feliz y gracias a ese momento cascada podría yo llegar a la luz. Con pasos tranquilos busqué esa risa, deteniendo la ruta cuando se hacía silencio. “Que vuelva a reír, que vuelva”, rezaba mientras presagiaba las piedras con los pies. Al fin llegué al pequeño farol que estaba a pocos metros de donde yo me encontraba y que sin embargo la espesura de la selva hacía inaccesible. Encontré el comedor general: un hombre de cabello largo y rubio, bigote espeso y tenaz barba, jugaba con un “macaco”. Rió ante la pirueta audaz del primate, y supe entonces que fue él quien me guió a la luz. Creo que vio mi espíritu asustado, porque enseguida se acercó a presentarse, ofreciéndome una silla. Se llama Marc Van Bakker. Es biólogo, holandés, y vive aquí en Manaos desde hace 5 años “Este es el sitio del mundo donde un hombre llega para amar y durar”. El doctor Van Bakker realiza un estudio sobre plantas medicinales, especialmente su proyecto es sobre la diversidad de quinas en la zona. Luego apareció Maggie con las otras mujeres. El biólogo compartió la mesa en la que nos sirvieron costillas de tambaquí. Al retirarnos a dormir a la cabaña, el “cabloco” que nos acompañaba con una antorcha encendida comentó que el doctor es una persona admirable en la zona: “Conoce el habla de todos los pájaros y se tutea con los temibles jacarés que habitan en las riveras”. Pensé en ti, cuando te quedabas callado ante el canto de las aves. En ti con tu cabello de sol y tu miedo a nada en la vida. Me arrulló el sonido del río, y soñé contigo. Que nuevamente yo me perdía en la selva, y que esta vez era tu risa la que me guiaba, que tus labios emitían una luz poderosa. Era el grito de un faro diciendo mi nombre y un beso estallando en orquídea. Y tu presencia borraba la tristeza de cada jornada. Esta impune fiebre de oro y de caucho que lacera espaldas de los indios de América, que mutila y mata a los verdaderos dueños de estas tierras (he visto el espanto); esta desesperada fiebre mía por desamarte tan sólo un poco, mientras enseño a los niños a escribir “Amor”. Con esta carta encontrarás una fotografía que me han sacado con mis alumnos. Seis pequeños, hijos de los hijos de los dioses. Ellos son los que ya no. Son los condenados por la “leche maldita”, porque como dice Oswlado, nuestro guía, “el caucho que sale de esta selva está impregnado de sangre”.
Han pasado dos meses desde que llegamos a Manaos. Nuestro bebé tiene ya casi seis meses de gestación. Los días han sido intensos y agotadores, y en más de cien ocasiones me he detenido la mano y el corazón para no escribirte… Una llamada a casa me permitió saber que mi libro está editado. En breve me enviarán unos ejemplares para presentarlo en pueblos del Sur. Alicia respondió del otro lado del teléfono la pregunta inevitable que me había jurado a mí misma no hacer: “No, Roberta, no hay cartas”. Y en esta mañana de selva sin lluvia, no quiero salir de esta cabaña; por hoy me ha ganado la batalla la tristeza. A ella me abandono. Dice el biólogo Van Bakker que este es el sitio donde se llega para amar y durar; yo no conseguiría ninguna de las dos cosas; la próxima semana regreso a Bolivia. ¿Durar? No; por el momento, sólo quisiera ser el tronco efímero que se desprende del árbol y cae sobre la corriente del Río Negro. Flotando sin savia y sin destino.
Quiero perderme otra vez, hasta encontrar la luz de tu sonrisa.
Roberta




16. Viento
Amaneció en el hotel sin saber con exactitud en dónde se encontraba. La luz le pareció débil y una revelación se abrió conjuntamente al descorrer las cortinas. Las paredes deslavadas de los edificios de la colonia eran recordatorio inmediato de amores contenidos entre los ladrillos rojizos. Se bañó y afeitó. El espejo diminuto devolvió sus facciones al preguntarse sobre Úrsula... y Roberta. El agua caliente lanzó un chorro de vapor, modulando la temperatura con las llaves de forma automática. Meditabundo, terminó sus tareas y buscó los sitios recónditos en su maleta, asegurándose de que las sortijas estuvieran salvaguardadas. Salió de la habitación y descendió las escaleras. El reloj marcaba las 9 y media de la mañana cuando compraba el periódico cuyos titulares estridentes marcaban los desenvolvimientos del conflicto bélico. Desde el mismo lugar donde había intentado la comunicación telefónica, llamó otra vez. Contestó Úrsula con voz distante. La voz de Juan se perdió entre las minucias de un establecimiento ruidoso y un pesado y desvencijado teléfono que se le escurría de las manos. No mintió pero tampoco dijo la verdad, se dedicó a esquivar aquellos detalles que pudieran acometerlo con posterioridad. Ella le dijo que lo amaba y le pidió que regresara. Juan no pudo contestar lo que en su mente era confusión misma. La cercanía de la guerra, la enorme entrega de Úrsula que no era menor a la que había experimentado con Roberta. Deseaba no ser tan mezquino pero el destino hacía denodados esfuerzos por retorcer los escrupulosos caminos del amor.
Juan colgó y los pensamientos se vinieron en tropel. Como resultado tangencial de su vida amorosa, su conclusión fue que se refugiaría en la guerra. La vida sentimental con Úrsula no era mala, y el modo cálido y envolvente de Roberta le resultaban insoportables por el constante sentimiento de culpa. Caminó por una ruta más larga para dirigirse al hotel, sin embargo poco antes de llegar, tomó un taxi y se dirigió a la embajada de Alemania. El edificio mostraba la bandera y las complejas sintaxis de un idioma paterno nunca olvidado. Se llamaba como su abuelo quien nunca aprendió muchas palabras castellanas, pero Juan se convirtió en su diminutivo desde chiquillo. La certificación de nacionalidad, instrucciones para ciudadanos alemanes en México, las cuestiones éticas y morales de las nacionalidades, fueron fugaces sitios donde la concentración de Juan se posó durante esa mañana. Los papeleos se prolongarían una semana al menos, por lo que trató de adelantar lo más posible en esos asuntos. Los pasaportes, los sellos, las miradas circunspectas, el color de los ojos y la piel, la cruz gamada en prospección... ¡Libertad! La palabra era un maniquí encerrado en un escaparate donde todos podían verlo, pero nadie alcanzaba a tocarlo. Era un anzuelo: Admirar la ciega perfección de la indumentaria, la estética sonrisa y el distante señuelo para adquirir compromisos. Así era el pasaje por esos oscuros pasillos entre la guerra y la paz.
Cuando se desembarazó de los compromisos políticos y empezaron los aspectos relacionados con lo militar, a Juan le cruzó por la cabeza la certidumbre de que todo había cambiado para siempre. Nunca más podría regresar a ser el muchacho alegre que bajo el sol veracruzano había suavizado los vértices de su personalidad. Se presentaban ante sí duros escenarios de entrenamiento dentro del sector médico militar. El seguir órdenes poco tenía que ver con el salvamento de cuerpos agonizantes. Juan inició una larga secuencia de firmas e inesperadamente las recompensas económicas también aparecieron. Poco le importaba a Juan ese aspecto, pero no dejó de reconocer que aquellos puntos sobre las retribuciones eran sólidas y de amplia cobertura. La guerra podría ser negocio para más de uno que se encontraba enlistado en esa poderosa instancia de armas.
Día y noche. Juan y su cabecera. Su religión le abandonaba. La medicina le asistía como traicionero sendero por donde transitaría. Descansaba y visualizaba el escenario de movimientos militares en tierras ajenas. Desconocidas. Juan recobraba su pensamiento en alemán. Su corazón era traspasado en ese momento por un frío viento.


17: ELLA
Juan:
Cinco meses han pasado desde la última vez que te escribí y varias cosas han cambiado. Un año, desde la última vez que te vi frente a mí. En este lapso, mucho he comprendido. Por ejemplo, hoy sé que no volverás. Que quizá nunca estuviste. Y sin embargo, algo en mí me incita a escribirte. Tal vez esto sea como hablar con un fantasma. O con el atardecer. Con uno mismo quizá. Aunque a veces me engaño a mí misma pensando que lees mis cartas, y que algo te impide contestar. Hay algo que nos une más allá de tu voluntad y del destino. Una voz que no he podido dejar de escuchar. Sé que me amas. Donde quiera que estés... Y que ha de haber noches en las que me recuerdas cuando miras el cielo o cuando casualmente ves en la calle una mujer eco de luna. Me llevas en la sangre… Mi padre ruega que no te siga escribiendo. Dice que no tiene sentido. Que estás muerto. Yo sé que no es así.
Te escribo desde la banca de un parque de Palermo, cubierto de árboles de grandes raíces, como las que en mí sembraste; estamos viviendo en Buenos Aires, porque no he querido volver a México. Sería demasiado doloroso regresar a los recuerdos. Encontramos un cómodo –aunque pequeño- departamento en la calle Libertad. Cerca del obelisco. Hay mucho movimiento en esta zona, pero me fascina el nombre de la calle. También encontré trabajo de medio tiempo en una librería de Corrientes.
He realizado varias presentaciones de mi libro. Ha sido recibido con éxito en Bolivia y aquí en Argentina. Después de mi estancia en Manaos, regresé a Santa Cruz, Bolivia. Algo de ahí me llamaba desde niña. Viví este tiempo en casa de Mariela Curcuy, quien además está trabajando –y viviendo- conmigo. Recibí en diversas ocasiones la visita de Marc, un hombre que conocí en Brasil, y que me ha pedido varias veces que lo ame. Tantas veces mis lágrimas cayeron en sus manos, que se impregnó de mi sal y de mi espíritu. Ofreció darle su apellido – Van Bakker- al fruto de tu semilla. Pero nunca acepté. Porque soy tuya, a pesar de las lluvias y los inviernos fríos, en los que mi cuerpo arde por falta de caricias. Y mi ser mujer se rebela en noches interminables y sofocantes, en las que un beso sería el manantial que me salvara. Marc sería la oportunidad de sombra. Mas no lo amo...
Así, mi amor de no sé dónde, mi felicidad detenida, te contaré que el 5 de mayo nació Ella, con los ojos azules de su padre, y el cabello oscuro de su madre. Nació en Santa Cruz. Tierra roja que me llena de fortaleza. Donde he podido mirarme en el espejo encontrado mi reflejo. Nació sin padre, pero con todo el amor que siento por ti. Con la fuerza de tus manos, se aferra al collar que me regalaste, y que siempre llevo conmigo. Ella me ha traído la felicidad más grande que haya yo conocido. Porque ella es también tú. En ella te miro. Nos miro en unidad. Ella será una mujer fuerte; no llorará sobre la leche tirada. Ella sabrá el secreto de la libertad y la independencia del Río Negro, que al encontrarse con el Río Solimoes, sus aguas corren juntas, mas nunca se mezclan sus colores. Ella conocerá las salidas de emergencia. Tendrá la magia de dibujar nuevos caminos, cuando no sepa hacia dónde dirigir sus pasos. En su corazón habitará el don del Movimiento. Y cuando sienta la luz perdida, logrará sacarse un rayo de sol debajo de la manga. Siempre.
Ayer mismo la bautizamos. El nombre se lo diste tú, con tu ausencia; el apellido que le faltaba, se lo ha dado el pueblo mismo que la recibió: Dolores Camba Higareda está en el mundo, bajo el sol. Y ya aprende a sonreír. Yo también.
Y sin embargo, aún no logro pasar un día sin verte de pronto en una esquina, atravesando mi mente, en esta infinita calle hacia el olvido.
Roberta





18.- El suéter azul
En el muelle se encontraban concentrados los enlistados y aceptados por el gobierno alemán para servir durante la guerra. Muchos de ellos eran jóvenes y hombres maduros que se aprestaban para la guerra por la vía marítima en aguas de sudamérica Argentina, de acuerdo con las instrucciones preliminares recibidas. Juan se presentó al muelle y aunque no era muy dado a hacer amigos, la presencia de aquel joven de piel oscura le llamó la atención. El número de personas presentes en el sitio era de aproximadamente cincuenta, así que no transcurrió mucho tiempo para empezar a conocerse entre sí. Cuando a Juan se lo se presentaron, él dijo llamarse Charlie. No duró mucho la conversación ya que el servicio de mensajería militar le entregó a Juan un paquete; leyó el sello y le recorrió una premonición... así que no le dijo nada a su amigo y esperó hasta estar solo y poder abrir el paquete cuidadosamente envuelto en cartoncillo blanco. Era un suéter azul que le enviaba Úrsula... Ella sabía sus gustos e inmediatamente quedó complacido por el gesto. Buscó los detalles de la fecha de envío en los escritos del paquete y pudo ver que había estado en la oficina alemana por casi un mes. Quizás Úrsula había intuido que algo sucedía con Juan.
Sus cosas personales no ocupaban demasiado espacio, y el suéter se sumaba a la carga impuesta por los anillos matrimoniales, algunos recortes, fotografías que ocultaba en una pequeña caja, y un libro de apuntes que una vez le había regalado Roberta, quien era muy poética y romántica. Juan había hecho la promesa de escribir algunos pensamientos para ella, pero no se le daba. Le resultaba muy complicado armar sus pensamientos hilados por un sentimiento de amor, a pesar de que su piel era un motor generador de emociones. Cuando acomodó las cosas, intentó escribirle a Roberta, a Úrsula, declararles de una vez por todas la verdad de sus sentimientos confusos, mezclados, su miedo a la guerra y su pasión por la medicina. Buscó la soledad y sacó la libreta de Roberta y le escribió una carta de amor, ese amor sincero que ella le correspondía. Después arrancó otra hoja de la libreta y a Roberta le dijo que le había gustado un suéter azul. Así trató de decirles a ellas que las amaba, que utilizaba piezas de una para regalarlas y compartirlas del mismo modo que la vida se comparte con el cielo y las estrellas son muchas para mirarse como si estuvieran solas.
La confusión de sus sentimientos era su destino, un designio que no podía remover de su forma de vivir. Una mano en el hombro lo sorprendió: era Charlie. Tratando de hacer amistad, le dijo que le mandara saludos de su parte a la mujer a la que le escribía.
Juan escribió exactamente eso: “Charlie te manda saludos...” y cerró la carta. Se dirigieron ambos a la oficina de correspondencia y depositó las dos cartas.
--Dos cartas, ¿eh? Mucho amor, amigo... –hizo el comentario Charlie.
Juan no respondió y continuaron sus procedimientos de alistamiento en las oficinas de aquel muelle con olor a guerra.



19: A LUZ TENUE

No sé, Juan, cuánto quieras saber de esto. Me imagino que te da igual. Y si te doliera, oh, qué feliz sería yo con el hecho de saber que sientes… Dolores cumplió ayer diez meses. Es una niña hermosísima que ya balbucea "papá". Aunque para ella papá sea la primer estrella de la tarde.
Me he entregado a las letras con devoción, como si en ellas exorcizara el dolor que me dejaste. He publicado un libro más, editado en este país. Aquí lo adjunto, porque está dedicado a ti. Te pertenece. Mariela aprendió rápido lo que es la distribución y ella se hace cargo de todo el trabajo de oficina. Se ha convertido en mi hermana de espíritu, y Dolores la llama tía.
Marc ha cambiado su residencia también a la Argentina, aunque quincenalmente viaja al Amazonas. Y ha sido una grata imagen para la niña. Él poco a poco se fue involucrando en nuestros pasos, y su amor por la vida fue la cuerda que me detuvo para no lanzarme a la muerte. La risa que un día me salvó de la oscuridad llegó con vocación de eternidad. Tardes enteras pasó contándome el sistema de amor entre los insectos, entre los árboles que ama, para distraer el monstruo de tu imagen que me perseguía. Es un hombre de gran bondad. Y he entregado a él mi cuerpo, más no mis sentimientos. He hecho el amor con él a la llama de una pálida vela, a luz tenue, para no distinguir su rostro, sino sólo mirar en la penumbra su cabello rubio sobre mis senos; para sentir la urgencia de sus manos aferradas a mis caderas, sin distinguir el tono de su piel. Cierro los ojos y me cuelgo de su boca, desesperadamente. Me he convertido en una mujer pecadora, condenada; hago el amor con él en lo oscuro, para reivindicarte, para que me poseas una y otra vez. Más allá de la distancia y el tiempo. Pero nunca he sentido por él lo que por ti sentía. Y en más de una ocasión, al despertar junto a Marc, he llorado suavemente cubriéndome el rostro con la sábana, y me vuelvo a preguntar por qué. Dónde. Cuándo. Quién te tiene a esa hora entre sus brazos. Quién respirando el aroma de tu espalda. Quién escuchando el suspiro de tu sueño. Quién en tu cuerpo y en tu mente. Quien fomenta el despliegue de tus alas. Quién, que no soy yo; mujer mariposa, selva, río, caricia y roca. Mujer que encuentra en el techo las líneas de tus manos. Mujer que no transcurre, sino que permanece atada al sol que te ilumina. Cada nuevo amanecer.
Siempre Roberta




20.- La orilla de un beso
Los sonidos se suspendieron por un momento. La mar se quedó en calma y únicamente el oleaje llegaba hasta los oídos de Juan. Había sido herido en una pierna y se encontraba en recuperación lo que le exasperaba ya que sabía que su misión era la de auxiliar a otros heridos. La guerra era un trastorno para aquellos que creían en la divinidad de la creación y en los altos designios del Señor. Para Juan el receso de recuperación le permitió poner sus ideas y sus sentimientos en orden. A final de cuentas, poco había hecho para contribuir con la felicidad de aquellas mujeres que le habían entregado su vida. Úrsula había dejado todo por él. Cuando la conoció tenía muchos amigos y era de carácter festivo. La presencia de Juan cambió radicalmente su experiencia, ya que ella se volvió más aislada y se desprendió conscientemente de sus amistades. Así lo decidió ella como muestra de un amor no desprovisto de abstinencia de los mundanos placeres de las amistades y de otras presencias que pudieran resultar inquietantes para Juan. Roberta había sido también una entrega sin límites ni redención en un regalo de la vida que se le aparecía en momentos inexplicables. Quizás la presencia de Alicia era aquello que en ocasiones más ansiaba y por ello le resultaba doloroso... en particular el recuerdo de aquella mujer que era como un fantasma hirviendo en perfume. Recordaba las instancias de Roberta y Alicia cosiendo sus vestidos de novia, la paciencia y la ilusión de unas palabras hendidas por la incertidumbre.
El dolor de la pierna no era demasiado persistente y por ello, Juan intentó poco a poco levantarse y reincorporarse a la vida útil en el acorazado. Las noches de la travesías eran la danza de los recuerdos impregnados de pólvora y sal. Besos en una orilla de la cama, borde distante de una línea de palmeras recortadas en el océano.
--Charlie, podrías traerme mi libreta, por favor? –le pidió a su amigo tan pronto inició sus ejercicios dentro del camarote de enfermos. Tras darle la llavecita de su anaquel, el amigo eficiente le trajo un lápiz y aquel detalle de presencia de Roberta. Asimismo, se alejó cuando le entregó a Juan con el pretexto de atender otros asuntos.
Juan releyó las primeras cartas de Roberta. ¡Le resultaba tan cálida su redacción! Sus letras eran reflejo exacto de sus palabras amorosas. Supo que ella estaba embarazada. Contestó algunas sin declararle nada en forma abierta acerca de lo que ella le mencionaba acerca del nombre si fuera hombre o si fuera nenita. Ahora sería padre una vez más. Úrsula le había dado una hija y ahora Roberta le explicaba las vicisitudes de un embarazo deseado. Se imaginaba el alboroto en la casa de don Agustín y lo parco de sus comentarios que contrastarían con el enorme amor de abuelo.
La mar alejó la orilla de los besos aún cuando Juan no sintiera el movimiento... únicamente se bamboleaba al compás de las olas.



21.- LA INDIFERENCIA

Juan Reissler:
Me he sorprendido al darme cuenta de que es posible olvidarte; pasé dos días sin pensar en ti. Y eso es sol entre las frías montañas. Sin embargo, hoy te he traído hasta esta casa, hasta la estancia de la que pende una piñata mexicana que papá trajo precavidamente desde el mes pasado. Mira; este es el sofá en el que escucho música para buscar paisajes imaginarios: con Vivladi brotan campos amarillos en trigo y viento vistos desde una ventana de marco rojo; con Paganini, se ven montañas nevadas desde el portal de una cabaña que huele a fuego en chimenea junto a una mujer triste que hace dobladillos a los ayeres. Casi todo en la casa es azul, como tu voz promesa. ¿Ves esa flor en el centro de la mesa? Es una orquídea que vino de Brasil y con la que tengo un pacto: cada vez que florece, quiere decir que tú has pensado en mí. ¿Ves lo que hay en la mesa del comedor? Sí, es un pastel de chocolate, y tiene una velita; hoy Dolores cumple su primer año. Por eso te recibo de manera especial. Dime, ¿te la imaginabas tan linda? Qué bueno tenerte aquí, sentado junto al escritorio desde el que te escribo.
Observa ese dibujo pegado en el corcho: ¿te gusta? Yo lo hice. Es el proyecto de mi vida. Sí, es un rancho. Una casita amando un imponente jardín. Los corredores que ves en rojo rodean toda la casa. Y tendrá varias mecedoras, para ver atardecer con vaivén de mar. Para ir y venir como ola. Estarán encantadas: al impulsarte hacia adelante recordarás; al mecerte hacia atrás, olvidarás lo que habías recordado. Bueno, en sí toda la propiedad tendrá hechizos varios logrados con ritos lunares y deseos urgentes. La fuente del centro también la diseñé yo misma: es Poseidón en furia de piedra (no te acerques a él; tiene la misión de tormenta que hunde). La parte principal de la casa es el jardín. Todo lo sembraré con mis propias manos. La variedad más grande de plantas que puedas imaginarte. Árboles enormes que en noches sin luna cobrarán vida en animales fantásticos con alas de luz. Frutos del sueño. Cada vez que hunda mis manos en el lodo, enterraré un momento que haya pasado junto a ti, y en lugar de una lágrima nacerá una flor sonriendo. Cada centímetro que crezcan las plantas, serán diez milímetros menos que habitarás de mí. Cada gota de agua que yo deposite en el pasto, alimentará el olvido y con las hojas muertas barreré las sonrisas que me derramaste sobre las piernas. Cuando las hierbas broten, las arrancaré junto con los besos que inventabas para mí. La propiedad estará rodeada de una enorme muralla, impenetrable, al igual que mi corazón. (Ya es hora de que lleguen los invitados: debes de salir de aquí. No entenderían que yo hable con un fantasma. Con alguien que no. Que nunca.) Sí, leíste bien el título del proyecto: el rancho se llamará La Indiferencia. Y en ella moriré sin pronunciar tu nombre. Ni aun en silencio. Amor mío.

Adiós.





22.- El Portón
La mirada que recorría el horizonte de Juan, justo al momento de desembarcar en Veracruz, era de una felicidad contenida. Una calma poco natural contenía el desasosiego y la ansiedad del retorno. La guerra había sido cruenta pero estaba colocada en una esquina de sus recuerdos, o al menos eso intentaba. ¡Olía a casa! Algarabía doméstica en idioma español, sabores que se impregnaron desde niño a sus memorias más fundamentales. Durante todo ese tiempo, había recibido cartas y noticias de Roberta. Las guardaba cada una de ellas a pesar de que nunca se atrevió a contestarlas. Prefería guardarla en su mente y en su corazón, particularmente ante la posibilidad de que muriera. Así, a veces deseaba que lo tomaran por muerto. Sin embargo, este deseo no era real, ya que sentía una creciente necesidad de verla, de acariciar el cabellito de esa niñita que sabía era su hija.
Durante unos días, se instaló en un hotelucho cercano al centro y vagaba por horas, en forma cotidiana adquiría varios periódicos y los leía de cabo a rabo. Posteriormente se entretenía en caminar por las calles, mirando aparadores, sonriendo a las personas. Verdaderamente estaba en casa. Cuando llegó esa noche a su cuarto, después de haber realizada su rutina de paseo, tomó sus llaves y después de un leve titubeo volvió a salir. Cuando encontró lo que buscaba, pidió que lo envolvieran para regalo. Se trataba de una muñeca de terso vestido y bellas facciones. Con el paquete bajo el brazo, llegó al hotel y con el periódico desperdigado al lado de su cama, se quedó dormido.
En la mañana, tras tomar unos medicamentos para su dolor de pierna, que se le agudizaba cuando se excedía en sus caminatas, Juan resolvió acercarse a la casa de Roberta. Viajaría a la ciudad de México. Sabía que probablemente estaría en algún lugar de Sudamérica... probablemente Argentina... Las noticias reveladoras sobre un sentimiento disfrazado de indiferencia le inquietaron en mucho. Sin embargo, tenía la esperanza de que fuera toda una manera de llamar su atención. De reclamo por la falta de respuesta a sus cartas.
Tomó sus cosas y adquirió un par de obsequios más, y tomó un autobús a la ciudad de México. Viajó buena parte de la noche y llegó al amanecer. Su felicidad quebró su cansancio de haber viajado incómodo, y lo primero que hizo fue acercarse al domicilio de Roberta.
Cuando estuvo casi frente a la casa de ella, no podía creer que había regresado. Caminó y pasó por el portón. Acarició con su mirada las paredes ocres deslavadas y las piedras de tezontle...No detectó movimiento, a pesar de que en esa casa todos se levantaban temprano y eran muy activos. Escuchó algunos gorjeos de los pajarillos que sabía se encontraban activos en sus jaulas, y una risa de niña... ¡una risa! ..... se emocionó muchísimo y estuvo a punto de tocar a la puerta.


23.- (faltante)



24.- Unos tragos
Un destino se topa con otro destino solamente cuando la casualidad lo permite al calor de la premeditación, no cabalmente exenta de perversidad. Cuando eso sucedió, se empalmaron miradas de sorpresa. Agustín lo vio primero y lo siguió con una mirada de tal intensidad, que provocó un escozor en la piel de Juan. Antes de voltear inconscientemente, ya tenía la sensación de que era observado. Volteó. Entonces adivinó las etapas que habían quedado borradas desde aquella vez en que se acercó a su casa para pedirle la mano de su hija, y la respuesta de Agustín llena de cautela. Juan nunca contaría con la total entrega de la confianza de aquel hombre que sabía seguir el cauce de un río seco durante la noche sin luna y sin estrellas. Con todo, el camino de Juan era mucho más enigmático que cualquier río sin lecho. No supo qué hacer...
Agustín se acercó y le habló:
--Hola Juan... pensé que regresarías a ver a mi hija, quien te estuvo esperando todo ese tiempo, aún cuando tuvo que irse de viaje por asuntos de sus letras...
--Don Agustín, ¡qué sorpresa! –contestó Juan, y al ver que no salían más palabras del viejo, prosiguió--: Regresé de la guerra, aquí ando, enterito todavía...
La mirada de desconfianza de Agustín se convirtió en granito y mármol. En cierto modo, no deseaba saber la verdad, ya que vaticinaba que no sería nada agradable... prolongó por ello el silencio...
--¿Cómo está Roberta? –preguntó Juan.
--¿Cómo quieres que esté? –alcanzó a emitir una respuesta acompañada por un gruñido sordo, sin ocultar desprecio y condena. Miró las manos de Juan y no vio el anillo de matrimonio.
Juan se percató de la intención de la mirada y le pidió que lo acompañara a echarse unos tragos, que tenía varias cosas importantes que alegar con él.
--Yo no tengo que alegar nada ni soy cura de pueblo para escuchar confesiones –contestó Agustín, y prosiguió--, pero si tienes algo que decir, lo mejor es que se lo digas a ella. Por cierto, en caso de que no lo sepas: tienes una hija.
Juan buscó la distancia de la calle para evitar la mirada del papá de Roberta durante ese momento. Quiso ocultar su propia emoción al confirmar aquello que una vez pensó cuando se acercó a la casa de Roberta. Era una hija, tal y como se lo había dicho en sus cartas... pero una cosa era leer cartas que el tratar de explicarle a Agustín frente a frente, que su vida tenía enormes vericuetos.
--Vamos pues... –dijo Agustín, interrumpiendo los pensamientos de Juan, quien sorprendido por la repentina aceptación decidió que irían a una cantina cercana. Necesitaba un trago.
Caminaron en silencio las tres o cuatro cuadras que los separaban del lugar donde tomarían unos tequilas. Al momento de entrar, Agustín le miró de frente y le dijo:
--Nada de jugarretas. No quiero más mentiras. Lo que digamos, aquí se quedará entre nosotros –le advirtió, y como si estuviera adivinando--: Si te tienes que ir, no vuelvas nunca jamás... si lastimas una vez a mis hijas... ¡te mato, cabrón!
Juan sintió un frío recorrer su columna vertebral. La sola mención de Agustín le regresó no solo a la boca de su mujer sino también al calor prohibido, cercano, terso, amado, imborrable, de Alicia...


25: LA ORQUÍDEA

Juan:
Sé que estás en México. Que ves a mi familia. Y me da gusto saber que regresaste bien, que aunque con un problema en la pierna, esa guerra sí la libraste. Y digo “esa”, porque me imagino que después de casi tres años de silencio habrá guerras internas el resto de tus días que, quizá, no podrás librar. A veces, mi querido güero, las batallas con las nostalgias son más severas que un ejército de mil hombres armados con fusil. Las noches son implacables cuando se trata de combates en la memoria. Las noches son eternas: y nunca amanece. Dolores Van Bakker tiene un año y medio de edad. Y ya sabe decir muchas palabras. Sí, Juan, un día vi el camino vacío de ti, y no podía permitir que mi hija no tuviera el orgullo de un padre, de un apellido. Así que acepté el que Marc tan amorosamente le ofreció. De mí, ¿qué te puedo decir? Vivo. Respiro. Siembro. Aunque no me casé con Marc, porque sigo casada contigo, mantengo una relación con él. Su vida transcurre entre sus investigaciones en el Amazonas y Buenos Aires. Lo cual resulta una buena excusa para que Dolores entienda el por qué Marc no vive con nosotros en La Indiferencia. Comentó papá que piensas viajar a la Argentina. Y por eso prefiero poner algunos puntos en claro. Por ejemplo, amor, yo no quiero verte. Después de que te fuiste, yo seguí viéndote, por más de un año. Y creo que es ahora cuando estoy por llegar al final del olvido. No, no puedo verte. Aunque no siento tener el derecho de privarte de conocer a Dolores. He platicado con Mariela de ello, y hemos convenido que si tú visitaras la ciudad, ella podría encontrarse contigo, llevando a Dolores para que la conozcas. Jamás podría negarte el derecho de verla. Es tu hija. Siempre lo será. Por lo demás… Yo cultivé una orquídea para ti. Regada con poemas líquidos de noches mozartianas. Por varios meses, me apliqué a la creación de colores fascinantes. Recuerdo en especial una madrugada en la que asistí a la aparición del sol en lo alto de una montaña. De aquel día robé la ilusión de todos los habitantes del pueblo que despertarían en breve, para que tú la tuvieras toda en el morado con rayo amarillo de los pétalos. Así, poco a poco, visité lugares fantásticos: ríos, cascadas, selva, río a las cinco de la tarde, luna de media noche de octubre… Plagié horizontes brutalmente… Cuando estuvo lista la parte de los tonos, le eché una lágrima, para que no se te olvidara sentir. Por equilibrio, digamos. Y la asenté en tu corazón. “Riégala”, te dije. “No la descuides”, recomendé. “Es frágil”, insistí. Mas, no supiste que tú tenías una flor especial. Pronto fue común entre las flores. Y olvidaste cuidarla. Poco a poco, mientras tú día a día, a ella se le fueron escapando los tonos. Yo traté, me esforcé por cerrar las ventanas para impedir la fuga masiva de colores; no pude; era tu deseo el necesario… Inevitablemente, el morado ilusión regresó al amanecer, el verde tequiero regresó al árbol de selva allá lejos, el rayo de luz al sol, la fuerza del tallo a la cascada, el canto azul de estoycontigo al río… Y la lágrima, ¡ah, la lágrima!, esa rodó unos días, y justo cuando pretendía entrar de nuevo en el alma, un cóndor la robó de la mejilla y se la llevó en el pico… A veces cuando veo una de esas aves pienso si se le habrá evaporado o si la dejará caer algún día. Escucho los graznidos, y trato de adivinar que me busca, para regresarla a donde corresponde... No sé, son esas cosas misteriosas que yo nunca…
Pero un día yo cultivé una orquídea para ti. Y eso es lo que queda, para cuando las tardes amarillas de algún invierno imprevisto.

Nada más.

Suerte en tus próximas batallas.

Roberta











Nota:
He rescatado estos textos de entre las más de dos mil cartas que durante un año nos escribimos Michele Moreno y yo. Los personajes de esta secuencia (Juan y Roberta) fueron creados y desarrollados intencionalmente sin guión, en forma libre. Esta es la primera vez que dichos materiales ven la luz, exactamente tal y como fueron escritos.





Arte gráfico: Daniel Navarro. "Ella". 1999.




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Acerca de mí

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Cancún, Mexico
Escritor y Naturalista. Licenciado en Biología por la Universidad Nacional Autónoma de México, con estudios en Texas A&M University Campus Kingsville y The University of Florida.