sábado, abril 19, 2008

VIRIDIANA

Viridiana
Daniel Navarro








--¿Por qué lee mis cartas? –le pregunté azorada al ver que desgarraba una esquina del sobre con los dientes y después la abría por completo. Desdoblaba las hojas y las repasaba cuidadosamente, siguiendo las letras con la boca.

--¡No puede hacer eso! –le insistía, aunque no me atrevía a arrebatárselas. Una vez leídas, las volvía a colocar en un sobre nuevo y lo rotulaba con cualquier nombre y dirección. A veces copiaba de otros sobres, pero la mayoría de las veces inventaba el destinatario. Cuando terminaba de escribir, pegaba los bordes con una goma pegajosa que se acumulaba reseca en un pomo plano y pequeño de vidrio. Me la mostraba y me preguntaba:

--¿Esa dirección es correcta?

--Sí –le contestaba tras leerla y descubrir que siempre era diferente--, cualquiera está bien.




“Desde que la conocí, abría mis cartas con la excusa de siempre, para asegurarse que no tuvieran ningún objeto punzo-cortante. Evidentemente era apenas una pálida explicación. Invariablemente las leía y al final me sentía yo mejor.

“Quizás yo soportaba estoicamente que ella leyera lo que escribía porque de alguna manera intuía que la gente no sabe lo que está haciendo cuando le está cambiando a uno su vida, y ella estaba cambiando la mía al escuchar el contenido de mis letras. Creo que entendía perfectamente el significado de la soledad. Me hubiera gustado agradecerle. Nunca tuvo idea, aún hoy el recuerdo me conmueve hasta las lágrimas. A lo mejor ya no estaría aquí, escribiéndote. En fin, a veces la vida es muy hermosa.”

“Viridiana se llamaba. Era empleada de la Oficina de Correos en la ciudad de México. Poco supe de ella, aunque adivinaba por su acento, que había vivido en el puerto de Veracruz. Alguna vez le pregunté pero evadió el tema. Algo me comentó de un gran amor con un ejecutivo, pero el final no había sido feliz. Opté por abandonar mis pesquisas porque mi propia soledad era tan agobiante que no me permitió conocerla a ella en mayor dimensión.

“Mi amistad duraría casi dos años, cuando semana a semana me aparecía en la ventanilla de estampillas y se repetía el rito de lectura tras desgarramiento de la carta, y nuevo rotulamiento.

“Posteriormente cayó enferma. Dejó de asistir. Cáncer fulminante.

“Alguien me dio su dirección. La capilla ardiente estaba solitaria.

“Cuando fui ayer a la ceremonia luctuosa, me acerqué al féretro a depositar una rosa y mi última carta. Dirigida a ella. Le daba las gracias por lo que había hecho por mí durante mis tiempos de ausencia y soledad. Con mis letras le agradecía infinitamente el que hubiera estado siempre leyendo mis cartas dirigidas a un anónimo destinatario, tan desconocido como inexistente.

“A veces creo que era una criatura marina. Cuando levanté la ventanilla para mirarla por última vez, estaba acomodada en el lecho final, acolchonado de satín. Mi mirada buscó sus ojos, diciendo adiós. Repentinamente, su cuerpo se cubrió de una tinta espesa de color morado oscuro. El líquido emanaba de todas partes no obstante, no se adhería a la tela interior del féretro.

“Por supuesto que ninguno de los vigilantes en la capilla ardiente me creyó cuando les pedí que vinieran a ver el cuerpo envuelto en tinta...

“No sé por qué te escribo esta carta si a final de cuentas eres un destinatario anónimo. La dirección que he puesto al sobre la invento y cualquier pueblo es apropiado.

“Mas, alguien debe saber que extraño a Viridiana. Nunca más la veré...”





II
Repentinamente todo quedó en silencio. La historia fue truncada cuando un pescador levantó los anzuelos y descubrió que en uno de ellos, un pulpo se retorcía. En el fondo marino, la topografía era rugosa y serena. La voz que arrullaba a los corales y a las esponjas había sido la del pulpo hembra que en ese momento desaparecía más allá del cielo de la superficie del mar. Ya no habría más historias. El mar se tornaba en una sala vacía. Las barracudas emprendieron su nervioso nadar en círculos. Los abanicos de mar, los corales y los nudibranquios perdieron su color.

El pescador desenganchó del cuerpo del pulpo hembra ese objeto punzo-cortante llamado anzuelo. Repentinamente, algo le llamó la atención. El motor se detuvo. Entonces se preocupó tanto que descuidadamente corrió para revisar y reparar la máquina. El pulpo cayó en una orilla envuelto en un dolor infinito. Su cuerpo rodó sin forma, la superficie de fibra de vidrio ardía.

Sin agua, con el sol encendiendo su piel, la brisa le reanimó los últimos momentos cuando la lancha se movió una vez reparado el motor. Intentó mover sus tentáculos, pero fue imposible. Sabía que había llegado el momento para cesar en su contar de historias que solventaban su soledad. El pescador dio un giro y regresó al campo de pesca. No se percató cuando el pulpo hembra emitió una carga de tinta, cubriendo su cuerpo con un color morado oscuro.

Debajo de la superficie del mar permanece un silencio inesperado. Las historias se acallaron desde entonces. Los abanicos solitarios y las esponjas se consuelan en el ritmo de las olas mientras las barracudas continúan su nervioso nadar en círculos.






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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muchas gracias por esta historia, significa mucho para mí. Un beso.

Anónimo dijo...

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Acerca de mí

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Cancún, Mexico
Escritor y Naturalista. Licenciado en Biología por la Universidad Nacional Autónoma de México, con estudios en Texas A&M University Campus Kingsville y The University of Florida.