domingo, diciembre 02, 2007

UN RAMO DE SILUETAS

Un ramo de siluetas


Cuento en homenaje a aquellos que perdieron la vida durante el terremoto en la ciudad de México, 1985.



Daniel Navarro




Finalmente tú y yo, esta mañana, nos encontramos cuando el origen de las cosas estaba oculto en la ajetreada vida pasada. Los dos entramos casi al mismo tiempo al amplio salón dividido por una cortina que asemejaba una fina gasa. El delicado tejido de las cortinas que nos separaban dibujaba con nitidez mi sombra proyectada ante la luz una vela localizada en una de las esquinas del salón. Tu silueta era igualmente formada por la trémula fuente de luz. 



El lado mío del salón tenía retratos de paisajes y espejos enmarcados en profusión de tamaños, formas y ornamentación. Los muros lisos, resquebrajados, eran de textura suave al tacto. Me acerqué al bronce y hierro del barandal de una escalera empotrada en el muro opuesto a la entrada. Pareciese que ascendieran a un piso superior, inexistente, vacío. Algunas plantas secas sobre el asa de lo que había sido un jarrón pequeño destacaban sobre un buró. Al lado, en un jarrón más alto descansando en el piso, espigas amarillentas sobrevivían al paso del tiempo. Sobre un tapete de mimbre, un leopardo me seguía con la mirada, sin hacer mayor movimiento que el de respirar pausado. 



Tu silueta me indicaba que también inspeccionabas el entorno. Sin perder mi propia concentración te vi al desplazarte con gracia: estabas feliz, igual que yo. En un momento cuando te acercaste a la cortina, quizás para ver los detalles del encaje, volví a percibir tus rasgos con claridad. Las facciones que siempre me habían parecido bellas se dibujaron en el trasluz. Sonreías y quise verte de cerca otra vez, tocarte. “Acércate más a la cortina” pensé en decir...



Mas no me viste. Recorrimos cada uno nuestros espacios y las sombras a veces se hacían más lánguidas, serpenteantes en instantes. Mi luz se tornó extremadamente vacilante y tuve miedo que se extinguiera. Hice con mis manos una muralla para tratar de impedir que se apagara y concentré mis esfuerzos en proteger la llama cada vez más circular y diminuta. Quizás algo del polvo acumulado por los años se alzó en levitación. 



A pesar de mis temores, la vela se apagó. Me acosó una profunda tristeza y volteé para ver si permanecías del otro lado de la cortina. No pude distinguir otra cosa que una rendija que marcaba el rumbo de la salida. 



Yo estaba perfectamente consciente de lo que ocurría. Deseé permanecer un rato más pero la cita había concluido. Me dirigí a la puerta y salí.
El sol casi en todo lo alto, al caminar por la acera, llegué a la esquina donde doblé. La ciudad en sus trastocados ajetreos no fue misericorde con un hombre como yo, de andar pausado. Desapercibido entre las personas que nerviosamente desfilaban entre calles y automóviles, me alejé de aquel edificio en ruinas. 








Casi veinte años antes habíamos sido amantes y siempre jugábamos a encontrarnos durante el sueño. La bella época. No había transcurrido mucho desde que me había titulado como abogado y no era demasiado mi ingreso. Con felices penurias reunimos la cantidad y nos acomodamos en un “pequeño rincón cerca del cielo” como le dimos en llamar al cuartito en la azotea de un edificio en la Colonia Roma. Contrastando la rigidez económica, el amor nos llevó por rumbos solares y astrales cobijados por las estrellas. Con frecuencia acampábamos en la azotea, cerca de los tinacos y al lado de la puerta de las escaleras. Nuestros mejores años.



Una mañana de septiembre, el edificio completo se movió erráticamente, como la luz de una vela, y todo se vino abajo. El horizonte se volvió una espiral de polvo y mi boca se convirtió en un árido temblar de dientes y labios. El edificio parcialmente colapsado fue parte de un concierto telúrico inesperado. Nuestra presencia se fundió con el piso que se abrió de par en par y caímos en el silencio de las catástrofes. Ya no pudimos escuchar el aullar de las sirenas, no leímos los encabezados de los periódicos que incrédulos mostraban edificios colapsados, cuerpos desaparecidos, los magueyes enmudecidos.



Erré por años, buscándote en el escabroso universo de lo desconocido, hasta que recordé nuestros juegos de encontrarnos en sueños. Lo intenté infructuosamente pero me mantenía la esperanza de lograrlo alguna vez. Poco a poco descubrí que existía una secuencia de señales que podía discernir y que intuía me llevarían hacia tu presencia. De este modo entré en una puerta de madera marcada por un color morado intenso, que conducía a una espaciosa habitación en penumbras. En el interior había una vela encendida. 


Empecé a frecuentar ese sitio y me dedicaba a admirar las cosas que se apilaban. No sabía quién podría ser el dueño. Descubrí al leopardo que reposaba sobre el tapete de mimbre y para mi sorpresa me provocó tranquilidad. Mi estancia en ese salón fue breve al inicio, pero posteriormente descubrí que podía permanecer por un lapso cada vez mayor si me concentraba en inspeccionar los detalles del mobiliario. A medida en que permanecía concentrado en esos objetos, mi estancia era cada vez más placentera y prolongada. 



Volví muchas veces a esa “cita” como daba en llamarle, y esta mañana entraste. Me sorprendió cuando te vi en silueta. Emocionado, seguí inspeccionando los objetos para no perder la concentración y prolongar mi estancia ahora junto a la tuya. De reojo vi que caminaste para explorar el sitio. Te intenté hablar pero de mis labios no se desprendió ningún sonido. Quise que te acercaras a la cortina para distinguir tus hermosos rasgos, la serenidad de tu mirada. No parecías verme.
Sé ahora que intentas encontrarme en tus sueños de la misma forma en que lo trato yo. Mañana acudiré una vez más al amplio salón en penumbras que sublima a los eternos seres. Pronto cumpliremos la promesa que cuando vivos nos hicimos, aquella noche, antes del temblor. 










Arte gráfico: "Una mañana de septiembre". Fotografía de Daniel Navarro. 2007.

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Acerca de mí

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Cancún, Mexico
Escritor y Naturalista. Licenciado en Biología por la Universidad Nacional Autónoma de México, con estudios en Texas A&M University Campus Kingsville y The University of Florida.