domingo, diciembre 02, 2007

BLOG DE DICIEMBRE: LA MORSA

Blog de diciembre: La morsa
Daniel Navarro


Felicidades decembrinas. Hoy me pueblan historias futuras, latitudes inversas, occidentes, y montañas polares, soles veraniegos, fiestas y todas esas anécdotas de las celebridades que visitan mi bosque. Inicio con La Morsa.




Sentado en la Alameda, el tipo andrajoso esperó el amanecer.
Escupió en una esquina de la banca de metal y se contorsionó para alcanzar un sorbo de alcohol de la botella aplanada que guardaba en el bolsillo del pantalón.
Había mirado la noche entera sin dormir. Los policías no lo molestaron, más bien estuvieron entretenidos en el correr tras unos ladrones que se acercaron a la Avenida Madero en una camioneta.
Los vio volar tras la sirena. “Habrán recibido una llamada por el radio”.
La morsa no se inmutó.
Vomitó en dos ocasiones.
La úlcera era demasiado áspera aún para un tipo sanguinolento y trágico como su propia letra.
En el sol podría broncear un poco su piel, deseo imposible de cumplir y entrecerró sus albinos ojos de conejo para recibir una lluvia matinal inesperada.
Se levantó para buscar otra banca donde guarecerse mejor de la lluvia.
Las estatuas de bronce eran torres y palacios, gendarmes y uniformados de gris.
Caminando errático, encontró algo que le llamó la atención. Un anillo brillaba en el suelo. Tenía un diamante. Era evidentemente un anillo de compromiso que alguien pudo haber extraviado.
Lo levantó no sin antes cerciorarse de que no hubiera nadie alrededor. Podría tratarse de una trampa, de un ardid para posteriormente acusarlo de algún delito. Había cometido varios, pero nunca había experimentado el de encontrarse algo por casualidad.
Todo lo había meticulosamente planeado, inclusive ese estado de indigencia.
Limpió con la manga de su camisa de franela el anillo y admiró su fina hechura.
La certeza de un amor perdido, y la ligereza de un beso extraviado fueron pensamientos que rayaron sus ojos.
No pasaron arriba de tres minutos de admiración, y depositó el anillo justo donde lo había encontrado.
No creía en los encuentros casuales, ni aún tratándose de una fortuna. La lluvia amainó su trepidar silencioso, deslizando rumores por las paredes de los edificios, cuando en una esquina, una muchacha semidesnuda, con la falda en una mano, correteaba detrás de los cuervos que se arremolinaban en la fuente central.
Los ojos rojos desdibujaron la claridad de la imagen y en el bolsillo donde no acarreaba la botella, encontró sus lentes que tanto le gustaban. Eran su símbolo. Unos lentes circulares como su destino. Los acomodó y la polarización de los espejos le calmó el dolor de la luminosidad matinal.
Reptando, tres árboles se acomodaron detrás de su cabello.
Calculando la distancia media entre las ideas, le vino una canción a su memoria.
“Semolina pilchard, climbing up the Eiffel Tower”.

Sí.
Él era la morsa.
La delicada sincronía tonal que emergió como la sirena de la policía durante su estado de esquizofrenia.
Caminó unos pasos más, desapareció el recuerdo del hombrehuevo, y se confundió entre los olores del bullicio de una ciudad de aspiraba a cambiar el reloj de la existencia.
Era ocho de diciembre.
En aquella ciudad gris con vidrio de botella, una persona lo esperaba.
Dentro de todo el universo de espectros que diariamente depositaban con ligereza su mirada sobre su presencia, una de ellas tenía una misión específica. Lo vio y no quiso evitar al destino. Sabía que un día como hoy podría ocurrir. Eso lo había planeado también.
¿Qué sería: un rayo, un relámpago o un gorrión cruzando el firmamento?
Una bala cortó la inspiración del sueño. Él era la morsa. La inocencia y la tragicomedia.
La farsa y la castidad de un beso peregrino.
Guillotina de pies y manos, cerebral punzada de un revolver sostenido por la madre superiora. Cayó el hombre y su cuerpo acarició el frío de la piedra.
Los lentes rebotaron un par de veces y se perdieron disimulados entre la tierra del parque.

Fulminaba su pasado de letras inconexas.
Sólo lo atormentaba una sola de sus poesías, “La perenne presencia de la certidumbre del caos”.
La tormenta quedó atrás.
La luz no ocultó su satisfacción de recorrer el tramo.
La suya era parte de una historia futura.







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A continuación presento un párrafo de las letras que arrebato a diciembre. Los enlaces a los textos completos se encuentran en los títulos respectivos y también más abajo en el blog:


Ella es torero
--Tenemos unos detenidos, creemos que son los que atacaron al joven --dijo el oficial en mando--. Usted dice...

El pueblo se cimbró cuando rápidamente los agentes locales desplegaron su camélica fuerza. Cuando el policía entró a la pestilente celda, ordenó con un “¡levántensen cabrones!” e inició el interrogatorio con violencia tras fuertes bofetadas y jaloneo del cabello a los prisioneros. 

--A ver, hijos de la chingada –espetó--, expliquen lo que sucedió, y cuidadito con andarse con mentiras. ¿Qué chingados hicieron anoche en la plaza de toros?

--¿Qué tiene de malo cojerse a una puta vestida de torero? –contestó con violencia uno de ellos, despertando un ambiente de zafarrancho.



Buenas noches, Nuevo día
Encendí el puro y el suave olor del tabaco me regresó una vez más a los ideales de justicia que siempre me habían incendiado la niñez entre juegos en la pampa. La mirada de Valentina se conjugó con el color de su cabello y con el de la noche. Fantaseé con la idea de que ella me había acompañado siempre, como novia, desde niño, cuando arrancaba los rebrotes del zacate para saborear el sabor dulzón.



Signos
Incidentalmente, el cajón de lo íntimo lo encontré casi vacío:
un par de vocales, tres puntos suspensivos. No mucho más, algunas consonantes poco usuales: W, K y varios números.
La poesía que intentara construir para ti, se me deshizo entre las manos.




Mitología griega
Surge nadando con sus brazos y se impulsa con sus piernas recubiertas por escamas.
Luna de blanco espejo, eclipse de un día pletórico de uvas en un jarrón.
Ella lo sigue. Ambos recorren visiones de universos marinos interminables. Las alturas son profundidades en el mar, subir es descender entre las olas. 




Un ramo de siluetas
Erré por años, buscándote en el escabroso universo de lo desconocido, hasta que recordé nuestros juegos de encontrarnos en sueños. Lo intenté infructuosamente pero me mantenía la esperanza de lograrlo alguna vez. Poco a poco descubrí que existía una secuencia de señales que podía discernir y que intuía me llevarían hacia tu presencia.



Error mortal
Sé que me amaste. Al menos un instante. Un fulgor que casi duró la eternidad de la caída de una hoja del árbol.







El próximo mes Javier Marín: conversaciones escultóricas.

Arte gráfico: "La Morsa", por Lili Díaz, avrilphoto, 2007. Pintura digital en acuarela y collage con acciones Comix para PhotoShop, ilustración de lentes de John Lennon y escultura de Javier Marín.



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ELLA ES TORERO

Ella es Torero

Daniel Navarro



Él imagina cómo en el ruedo la arena se enciende de luz por el río de sangre derramada de un toro vencido que le llama, y cede ante la fascinación de verse reflejado en el turbulento caudal. Cuando intenta moverse siente que le duelen los senos atrapados debajo del chaleco ajustado. Las caricias y mordidas de la noche anterior todavía reflejan una cierta excitación combinada con el delirio de vencer a una fiera oscura como el canto de una locomotora desbocada. La penetración fue profunda, amoratada por el peso de la duda; los besos robados, acaso distantes, inexistentes en momentos. Le costaba un dolor inmenso mantener al corazón por el hecho de contar con los dos sexos simultáneamente, lo que le abría en canal el pecho. A veces pensaba que en realidad había amado, particularmente cuando era poseído. ¿Había amado o era sólo un personaje más de alguna película?




Su fantasía inalcanzable era la de doblegar a su amante masculino en un instante. Rebelión de los vencidos. Espíritu de los diferentes. A pesar de que se escondía tras la máscara del contubernio amoroso, nada más lejano de la realidad. Su tortura era interminable y apenas disminuyó en forma perceptible en aquel instante que conoció a una mujer en especial. Ella había sido amante de su padre y cuando por accidente los descubrió haciendo el amor, sintió una punzada en el costado. Quizás consternada, su madrastra lo buscó una noche y la conversación inició con excusas, con cierto pudor. Mas terminó en una pasión que al principio pensaron ambos que sería momentánea. Durante varias semanas, creció en su pecho un sentimiento de culpa por la incesante promiscuidad con la mujer de su padre. Innata, la inmovilidad emocional retornó entonces en el signo de los cielos a partir del momento en que decidieron alejarse y olvidarse mutuamente.




Los toros habían sido su pasión, quizás reconociendo la virilidad en la entrega a la muerte. Sentía la fina estampa del animal que le incitaban a llamarlo por su nombre, a ondear el capote. Le fascinaba el manejo de la espada que inmisericorde desbordaba ríos y ríos de sangre. Tanta se derramaba una tarde, que el calzado se perdía en el lodazal púrpura. Mas nunca antes había estado vestido de luces. Hasta anoche. Todavía con la estocada, miró incrédulo cuando el toro le levantó los músculos de la pierna y sin poder evitarlo, saltó por los cielos. La violencia de la revancha, las múltiples y reiteradas bocanadas profundas. Algo cayó muerto en el instante y una victoria inexplicada ascendió por los aires. 




El trayecto en la ambulancia fue sigiloso. Lo intimidó el cercano examen a la duplicidad de sus funciones amatorias revueltas entre su vello corporal. Posteriormente el enfermero le desnudó el pecho, quizás con una mezcla de curiosidad y morbo. Vio entonces los senos crecidos, los pezones iluminados por la insensibilidad. El torero perdió la conciencia. El diagnóstico era evidente, mas todo era tan confuso.




Urgentemente, el padre fue notificado del estado de salud: “Delicado. Hospital L’Horán”. Ambos (el padre y su mujer) tomaron un aeroplano y se dirigieron hacia la localidad indicada en el telegrama. Cruzaron volcanes y selvas, hasta que alcanzaron, detrás de los cerros, el poblado rodeado de manglares y pantanos. Poco antes de aterrizar vieron el inconcluso arreglo circular de maderas, la techumbre de hojas de palma para la sección de “sombra”, las tablas mal acomodadas para la sección de “sol”. El lodo en el círculo de la arena, la ausencia de aserrín y afuera algunos brochazos de rojo anunciando la corrida para el primero de noviembre. El ambiente insalubre del pueblo los puso en una alerta inmediata. Cuando desembarcaron de aquella avioneta, que apenas pudo mantener recta en la rudimentaria pista, corrieron al hospital para verlo. 




El paciente presentaba un aspecto deplorable. El ambiente ominoso. Calladas recriminaciones. Ella lloraba y se lamentaba el haberlo cuidado tan poco. El padre se acercó y le acarició la frente, con dolor de ver a su hijo sumido en la más profunda desesperación. No obstante, inbtuía que la búsqueda había terminado. 

Hablaron con el doctor quien dio pocas esperanzas.
En voz baja informó acerca de los resultados de la auscultación: la profundidad de los desgarres internos –aunados a la sorpresa de encontrar tales características entre las piernas--; los prominentes y femeninos senos severamente atacados. 

“Un detalle más” dijo el médico. Informó sobre la violación de la que había sido objeto. El maltrato a los senos y el sangrado prominente que fue detenido en forma rudimentaria por el propio atacado. 

--Lo desgarraron. Lo encontramos esta mañana, tirado en la arena de la plaza de toros. Una persona nos vino a decir entre gritos que un hombre se moría. No podía caminar, entonces mandamos la ambulancia por él.

El médico suspendió su explicación cuando unas personas uniformadas se acercaron al pasillo. Entonces el doctor le preguntó al padre:

--¿Quiere dar usted parte a la policía?






Cuando llegaron a la oficina de la justicia, tanto el padre como el cirujano fueron claros y extensos en sus declaraciones sobre el estado del herido, y su condición.
--Tenemos unos detenidos, creemos que son los que atacaron al joven --dijo el oficial en mando--. Usted dice...

El pueblo se cimbró cuando rápidamente los agentes locales desplegaron su camélica fuerza. Cuando el policía entró a la pestilente celda, ordenó con un “¡levántensen cabrones!” e inició el interrogatorio con violencia tras fuertes bofetadas y jaloneo del cabello a los prisioneros. 

--A ver, hijos de la chingada –espetó--, expliquen lo que sucedió, y cuidadito con andarse con mentiras. ¿Qué chingados hicieron anoche en la plaza de toros?
--¿Qué tiene de malo cojerse a una puta vestida de torero? –contestó con violencia uno de ellos, despertando un ambiente de zafarrancho.

--Algunas noches nos veíamos en el ruedo –confesó otro.

--Sí, cabrones, pero esta vez se les pasó la mano. Se me quedarán encerrados unos días por andar de putos y maricones, ¡a ver cómo chingados le hacen!--. El policía, adivinando lo que había sucedido volvió a golpear con la cachiporra a los encarcelados mientras el médico y el padre buscaron desesperadamente la salida. La rebelión se generalizó y varios refuerzos entraron a la celda: no resultó sencillo doblegar a golpes a los rebeldes. 
Entre palabras ofensivas y burlas que incluían a parte del personal de la policía, el padre y el médico abandonaron el lugar. 




La mañana del día siguiente terminó con el sol en lo alto y el descenso de la avioneta en la pista de la ciudad capital.
Detrás quedaron los cerros y las confesiones de amor inerte sobre sangre derramada. El cuerpo del torero se sujetaba a la vida en forma precaria. 

Al llegar al hospital en la capital, sostuvo entre sus manos un espejo que lo acompañaba. El reflejo de su propia imagen lo tranquilizaba. Así sobrellevó cirugías, vendajes, eternidad.

La pulcritud y eficiencia del sanatorio atrajo salud y con el paso de los meses mejoró notablemente. Por las noches, en la soledad de su cama, imaginaba el ruido, las voces en el estadio, los pañuelos blancos en las gradas.
Dificultosamente, tomó el espejo para inspeccionar su cuerpo macerado, sus senos adoloridos por las mordidas salvajes. 

Con el espejo duplicando su mirada, malherido por los navajazos de la revancha, las suturas profundas, sonrió por su hazaña: había logrado doblegar sus miedos. Siempre había sido él contra el mundo, mas aquella noche fue victorioso. Fue entonces cuando colocó al toro que representaba su agresor, y lo penetró con su estoque. No sintió las burlas, golpes y mordidas de los demás. Controló el desmayo cuando sintió su masculinidad brotar en pañuelos blancos, espesos, tumultuosos. 

Había alcanzado la gloria. Y, tranquilo, depositó el reflejo a un lado de su cama.





Encendió la televisión. Puso la película. Era "Hable con ella", de Almodóvar. Volvió a repetir la secuencia de la torera. Una y otra vez.







.Arte gráfico: Fotografía "Toro", de Daniel Navarro. 2006.

BUENAS NOCHES, NUEVO DIA


Buenas noches, nuevo día
Daniel Navarro


Si me han de matar mañana
que me maten de una vez.

"Valentina" Canción tradicional latinoamericana



Cuando la noche reclamó su territorio nos abandonamos al misterio. Era irrefrenable el deseo de caminar sus senderos y sabíamos que si faltábamos a la cita ella misma nos recriminaría con crueldad y sin escape. La noche fue celosa guardiana de los ríos que cesaron de fluir, de los mares que sumaron su fuerza, del sol que cerró sus ojos en espera de lo que sucedería, y de los espíritus que se desparramaron en cualquier nube. Únicamente las estrellas mantuvieron la vigilia, alegremente charlando entre ellas y atendiendo los reclamos de los insomnes que surgieron como historias, como ángeles que cuidan los caminos llenos de cardos, como los besos de buenas noches que incansables surcan distancias, cruzan paredes, suavizan angustias, perpetúan amores. Así la luz de las estrellas en su incesante conversación nos tranquilizó y nos cubrió de susurros y de paz.

“Buenas noches, nuevo día.” Así se despidió mi Valentina antes del amanecer. No hubo beso de despedida. No hubo nada que pudiera tomar de ella para cargar por todos los caminos que me tocaría andar. Mi caballo resopló cuando me acerqué y monté mi regreso hasta el puerto de Tampamachoco. Al llegar me toqué la cruz que traigo en el pecho. La gente se arremolinaba en los preparativos finales y algunos con uniforme verde eran especialmente activos cargando las armas. Mi caballo se detuvo al ver al hombre que me reclamaba y cuya voz yo no escuchaba por estar todavía inmerso entre la respiración de Valentina. Cuando finalmente percibí la voz, no le hice caso y la brisa de ese mar me mantenía cerca de los labios de esa mujer que me había pedido el infinito, jurándome amor de mujer por siempre.

Encendí el puro y el suave olor del tabaco me regresó una vez más a los ideales de justicia que siempre me habían incendiado la niñez entre juegos en la pampa. La mirada de Valentina se conjugó con el color de su cabello y con el de la noche. Fantaseé con la idea de que ella me había acompañado siempre, como novia, desde niño, cuando arrancaba los rebrotes del zacate para saborear el sabor dulzón.

Ahora sé que Valentina es mi soldadera, la que me espera en el borde del mar. La que ha venido a mi encuentro en esta madrugada en que no sé si regresaré. Una voz de urgencia me volvió a sacar de mis pensamientos y volteé a buscar entre la todavía negrura que se extinguía para dar paso al amanecer, a esa mujer que se anidó en mi corazón, pero me acicateó el trasiego de los detalles y la urgencia por zarpar.

“Cuando usté ordene, Comandante Che Guevara...”, me interrumpió una voz.
El humo del tabaco ascendió a las nubes. Así le dije adiós a Valentina. Así zarpamos en este cascarón que flota entre la mar de los amaneceres.

“Valentina, Valentina, yo te quisiera decir, que una pasión me domina...” y mentalmente me aferro a esa mujer de ojos negros para que me acompañe en la travesía de estos mares que me acongojan.
Mientras me aproximo a la revolución que me espera.






.Arte gráfico: Daniel Navarro. 2007. Ilustración digital de la foto de Che Guevara aparecida en el artículo "How to buy a watch" escrito por Katherine Kingsley y Andy Comer, créditos fotográficos a Rene Burr/Magnum. Gentleman Quarterly, may 2007.

SIGNOS

Signos
Daniel Navarro




Mi imagen en el espejo:
Ermitaño grotesco de las ideas que nunca se transforman en poesía.
Mis palabras arrinconadas en el armario, rancias y polvorientas.
¿Hace tanto tiempo? 


La confianza encendida por tus signos, trémulo abrí la puerta.
El olor a verbos conjugados en tiempo pretérito fue más que evidente.
Otra llave y el secretero de madera reveló escondidas letras de elocuencia.
Tomé algunas de ellas y leí una vez más.
¿Cómo había decidido guardar con tanto celo esos discursos?
Los verbos apilados y atados cuidadosamente.
Con sonrojo comprobé la esterilidad de haberlos custodiado por tanto tiempo.

Seguí inspeccionando. 


Recordé que personas miran fotos para lograr captar la magia del pasado, no obstante, al revisar las letras en el armario, las letras de la nostalgia nunca se acomodaron.
Todo me pareció de un verde ajado, ordenado e inútil. 



Incidentalmente, el cajón de lo íntimo lo encontré casi vacío: un par de vocales, tres puntos suspensivos.
No mucho más, algunas consonantes poco usuales: W, K y varios números.
La poesía que intentara construir para ti, se me deshizo entre las manos.
No encontré formas ni tintas que me permitieran aspirar a un verso. 



Decidí cerrar, dejando todo intacto. 


Algo me llamó la atención.
Al mirar mi imagen en el espejo al dar la vuelta final a la llave, me descubrí diferente.
Entonces me encaminé.
De una bolsa de lino árabe extraje diminutas semillas, y en el patio las sembré. 



Así --por ti-- he comenzado el jardín de las palabras del mañana.







.Arte gráfico: Fotografía original de Gustavo Fernández Coria (derechos reservados).

MITOLOGIA GRIEGA


Mitología Griega
Daniel Navarro


Sirena.- Grupo de ninfas marinas que con sus cantos atraían a los marineros y provocaban su destrucción en las rocas que rodeaban su isla.



Scherzo
Condujo la barca hasta su campo de pesca, en las afueras de Isla de Aves. La travesía era extremadamente peligrosa. Con remos tenía que golpear los seres marinos que surgían amenazantes cada día que transcurría en ese Mar Caribe onírico. Los anzuelos estaban especialmente dedicados a pescar a sus múltiples enemigos que le acechaban. Una noche, a pesar de pelear con fiereza, seres irracionales arrastraron la embarcación del cabo del ancla y lo hicieron perderse. Por tres días navegó sin rumbo. 

El desconcertado buscaba un trazo. No había sol para orientarse ni estrellas para iluminarle el cielo. 

Los días transcurrieron. El pescador se deshidrató y poco a poco pasó del delirio vital a la lucidez de los momentos finales de una existencia dedicada a hilvanar nudos para atrapar sueños. La barca se reflejaba como espejismo en el mar y el oleaje era interrumpido por leves recortes de seres abominables que armados con trinches y espadas, anclaban la espuma y no la dejaban derivar.

Entonces alguien llegó. 

Lo guió.

Le habló con cantos cuyo lenguaje no entendía pero de una belleza indescriptible.

Estaba a su lado, sobre la barca, con la cabellera abundante cubriendo su cara.
El pescador exánime la miró y recibió agua de los labios de ella, de sus senos, del sudor de su cuerpo...

Los labios resquebrajados por la sal poco a poco recuperaron color tras varios días de esa música que surgía de los ojos de su sirena. Los momentos que la piel de ella lo tocaba, eran como instantes eternos perdidos en un amanecer.
Su presencia era hermosa, una mujer de inenarrable belleza. Inmediatamente la amó con todo su corazón marino.

Ella le dio agua, mas no sólo eso sucedió...

Cuentan las estrellas que el pescador vibró cuando ella se dispuso a su lado y le acercó su cuerpo...

Él respondió con un abrazo entre los objetos tirados en el piso de una embarcación apretujada en el caos.

Ella se acomodó, el cuerpo junto al de él
lo miró de frente, le tocó una mano que guió por todo su cuerpo

y le mostró una entrada...

No la había visto él... 

Era como una cuchillada...

La tocó, la acarició interminable...

La embarcación se volvió trémula...

Mordió sus senos...

Ella mordió sus labios, los hombros desfallecidos...

El pescador acarició su cuerpo cubierto por escamas delicadas, como pétalos de flores...

Caía una lluvia desde las nubes a la distancia...

Entró...

El pescador conoció el universo marino espinado entre corales y dientes, abrió cofres de tesoros y navegó en velas hundidas, cañones depositados entre trincheras profundas...

Oyó cantar a la sirena y por primera vez la entendió en sus palabras...





Adagietto
Una barca se perdió en la mar.

Ahora un pescador se desplaza entre los seres marinos quienes siguen agrestes, profundamente celosos del amor que la sirena le profesa. Mas no les teme. Surge nadando con sus brazos y se impulsa con sus piernas recubiertas por escamas.
Luna de blanco espejo, eclipse de un día pletórico de uvas en un jarrón.

Ella lo sigue. Ambos recorren visiones de universos marinos interminables. Las alturas son profundidades en el mar, subir es descender entre las olas. 

Perlas, conchas desperdigadas entre la piel.
El cuerpo del pescador se ha transformado.
Debajo de la cintura, las piernas y pies, ligeros endurecimientos de la piel le recuerdan las escamas minúsculas de los tiburones. 

Suben a la isla de su embarcación cada tarde, donde se acomodan para esperar el amanecer de las estrellas y la luna. Para mirar emocionados el perfil de un universo que les empuja hacia la deriva.

La barca guarda los recuerdos de las caricias que se prodigaron. De los ojos que mutuamente se desgarraban en confesiones y juramentos. 
Cantos de sirena que llegan hasta la orilla transformados en brisa. El mar se hincha en oleaje. Levanta colores entre el agua y los arroja para cantar a la sirena. Se ondea y regocija en el vaivén.


Intermezzo
La telaraña de los erizos de mar en la orilla recibe mensajes de una historia que se repite una y otra vez. A pesar de que las maderas de una barca abandonada se encuentran casi deshechas por el paso del tiempo. 

Una osamenta blanca, lavada por los amaneceres se ha perdido debajo de la arena.

Besos perdidos entre las estrellas. 





Andante expresivo per finale appasionato

Una música estridente se acerca a un islote perdido en el mar. Es un crucero donde ocurre un espectáculo precisamente de una mujer disfrazada de sirena que, a cambio de unos billetes, posa desnuda para una fotografía.
Majestuosa construcción, surca el horizonte con su retícula de habitaciones irónicamente desprovistas de la magia de los cantos de amor marino, salado, carnoso.

Los sonidos estridentes poco a poco se acallan.
Los amores son ficticios sobre la cubierta de ese barco que desaparece.

Mientras debajo del agua, una sirena recorre divertida los confines de un universo que le pertenece. 

Un hombre de piel endurecida en las piernas la sigue.
Embrujado con su canto.

Mientras la brisa sopla generosa en una tarde de Ulises.






. Arte gráfico: Ilustración "Europe supported by Africa & America". William Blake (J. Johnson. 1792). Fuente: Imagen de América, texto de Electra L. Mompradé y Tonatiuh Gutiérrez, con Prólogo de Elías Trabulse. Edición Especial de Transportación Marítima Mexicana. México 1996. Nótese las perlas en Europa, y las bandas de esclavitud en África y América en este grabado de fines del Siglo XVIII.

UN RAMO DE SILUETAS

Un ramo de siluetas


Cuento en homenaje a aquellos que perdieron la vida durante el terremoto en la ciudad de México, 1985.



Daniel Navarro




Finalmente tú y yo, esta mañana, nos encontramos cuando el origen de las cosas estaba oculto en la ajetreada vida pasada. Los dos entramos casi al mismo tiempo al amplio salón dividido por una cortina que asemejaba una fina gasa. El delicado tejido de las cortinas que nos separaban dibujaba con nitidez mi sombra proyectada ante la luz una vela localizada en una de las esquinas del salón. Tu silueta era igualmente formada por la trémula fuente de luz. 



El lado mío del salón tenía retratos de paisajes y espejos enmarcados en profusión de tamaños, formas y ornamentación. Los muros lisos, resquebrajados, eran de textura suave al tacto. Me acerqué al bronce y hierro del barandal de una escalera empotrada en el muro opuesto a la entrada. Pareciese que ascendieran a un piso superior, inexistente, vacío. Algunas plantas secas sobre el asa de lo que había sido un jarrón pequeño destacaban sobre un buró. Al lado, en un jarrón más alto descansando en el piso, espigas amarillentas sobrevivían al paso del tiempo. Sobre un tapete de mimbre, un leopardo me seguía con la mirada, sin hacer mayor movimiento que el de respirar pausado. 



Tu silueta me indicaba que también inspeccionabas el entorno. Sin perder mi propia concentración te vi al desplazarte con gracia: estabas feliz, igual que yo. En un momento cuando te acercaste a la cortina, quizás para ver los detalles del encaje, volví a percibir tus rasgos con claridad. Las facciones que siempre me habían parecido bellas se dibujaron en el trasluz. Sonreías y quise verte de cerca otra vez, tocarte. “Acércate más a la cortina” pensé en decir...



Mas no me viste. Recorrimos cada uno nuestros espacios y las sombras a veces se hacían más lánguidas, serpenteantes en instantes. Mi luz se tornó extremadamente vacilante y tuve miedo que se extinguiera. Hice con mis manos una muralla para tratar de impedir que se apagara y concentré mis esfuerzos en proteger la llama cada vez más circular y diminuta. Quizás algo del polvo acumulado por los años se alzó en levitación. 



A pesar de mis temores, la vela se apagó. Me acosó una profunda tristeza y volteé para ver si permanecías del otro lado de la cortina. No pude distinguir otra cosa que una rendija que marcaba el rumbo de la salida. 



Yo estaba perfectamente consciente de lo que ocurría. Deseé permanecer un rato más pero la cita había concluido. Me dirigí a la puerta y salí.
El sol casi en todo lo alto, al caminar por la acera, llegué a la esquina donde doblé. La ciudad en sus trastocados ajetreos no fue misericorde con un hombre como yo, de andar pausado. Desapercibido entre las personas que nerviosamente desfilaban entre calles y automóviles, me alejé de aquel edificio en ruinas. 








Casi veinte años antes habíamos sido amantes y siempre jugábamos a encontrarnos durante el sueño. La bella época. No había transcurrido mucho desde que me había titulado como abogado y no era demasiado mi ingreso. Con felices penurias reunimos la cantidad y nos acomodamos en un “pequeño rincón cerca del cielo” como le dimos en llamar al cuartito en la azotea de un edificio en la Colonia Roma. Contrastando la rigidez económica, el amor nos llevó por rumbos solares y astrales cobijados por las estrellas. Con frecuencia acampábamos en la azotea, cerca de los tinacos y al lado de la puerta de las escaleras. Nuestros mejores años.



Una mañana de septiembre, el edificio completo se movió erráticamente, como la luz de una vela, y todo se vino abajo. El horizonte se volvió una espiral de polvo y mi boca se convirtió en un árido temblar de dientes y labios. El edificio parcialmente colapsado fue parte de un concierto telúrico inesperado. Nuestra presencia se fundió con el piso que se abrió de par en par y caímos en el silencio de las catástrofes. Ya no pudimos escuchar el aullar de las sirenas, no leímos los encabezados de los periódicos que incrédulos mostraban edificios colapsados, cuerpos desaparecidos, los magueyes enmudecidos.



Erré por años, buscándote en el escabroso universo de lo desconocido, hasta que recordé nuestros juegos de encontrarnos en sueños. Lo intenté infructuosamente pero me mantenía la esperanza de lograrlo alguna vez. Poco a poco descubrí que existía una secuencia de señales que podía discernir y que intuía me llevarían hacia tu presencia. De este modo entré en una puerta de madera marcada por un color morado intenso, que conducía a una espaciosa habitación en penumbras. En el interior había una vela encendida. 


Empecé a frecuentar ese sitio y me dedicaba a admirar las cosas que se apilaban. No sabía quién podría ser el dueño. Descubrí al leopardo que reposaba sobre el tapete de mimbre y para mi sorpresa me provocó tranquilidad. Mi estancia en ese salón fue breve al inicio, pero posteriormente descubrí que podía permanecer por un lapso cada vez mayor si me concentraba en inspeccionar los detalles del mobiliario. A medida en que permanecía concentrado en esos objetos, mi estancia era cada vez más placentera y prolongada. 



Volví muchas veces a esa “cita” como daba en llamarle, y esta mañana entraste. Me sorprendió cuando te vi en silueta. Emocionado, seguí inspeccionando los objetos para no perder la concentración y prolongar mi estancia ahora junto a la tuya. De reojo vi que caminaste para explorar el sitio. Te intenté hablar pero de mis labios no se desprendió ningún sonido. Quise que te acercaras a la cortina para distinguir tus hermosos rasgos, la serenidad de tu mirada. No parecías verme.
Sé ahora que intentas encontrarme en tus sueños de la misma forma en que lo trato yo. Mañana acudiré una vez más al amplio salón en penumbras que sublima a los eternos seres. Pronto cumpliremos la promesa que cuando vivos nos hicimos, aquella noche, antes del temblor. 










Arte gráfico: "Una mañana de septiembre". Fotografía de Daniel Navarro. 2007.

ERROR MORTAL

Error Mortal

Daniel Navarro



Las palomas en errático caminar divagan sobre la cornisa de un edificio con ventanas y escalinatas que aún hoy permanecen clausuradas con cadenas y cerrojos. Al sol, hablando el viejo sonido que me adormece, relatan su andar –me pregunto si recordarán nuestra historia— interminables en los espejos de los ventanales coronados por medallones de guerreros, hojas de conchas; leones y demonios. Ocupo la banca semicubierta por hojarasca y el viento que con frecuencia erosiona memorias –aunque lo intenta--, no consigue lavar tu perfume de mi piel. La sombra alargada busca trémulo contacto con tus pasos que transitaran el césped.


Tus labios fueron progresivamente fugaces y tus miradas tan esquivas que apenas podía tolerar la desmedida ambición al buscarme una vez tras otra. Permanecí tan enamorado de ti a pesar de escuchar tus frecuentes razonamientos para marcharte
y las débiles excusas para regresar. ¡Cuántas veces prometiste quedarte y cuántas veces escuché el canto de tu barca levando anclas de mi puerto para perderte en océanos marcados por la incertidumbre! Volvías a mí, a este sitio donde sabía regresarías y escuchando el sonido de las palomas ocupabas el espacio donde aparecieras en mi vida.



Supe desde el primer instante que tu ropa había caído bajo el influjo de una cifra por adelantado apenas disfrazada de necesidad. Cuando desnuda te pregunté si me amarías, hundí mi orgullo entre tus despectivos y fascinantes rincones. Atribuir mi debilidad para contigo a un ficticio parecido con alguna historia de mi vida era una debilidad en sí misma; particularmente cuando sabía que la necesidad monetaria era la magia que me permitía acercar mis ojos a los tuyos y descubría la profundidad del vacío que era mi propia angustia. Dejé que navegaras en mis mares a pesar de que era imposible retenerte.



Un caballo adornado con flores en la crin, calandria de amantes errantes, nos paseó alguna vez y ambos vimos esta silla precisamente. Te invité a estar juntos en espacio. Al detener la antigua carreta, sorpresivamente un beso tuyo me alcanzó. Alentando instantáneamente una esperanza dolorosa, mi corazón desangrando armó un castillo inexpugnable y ese único beso amoroso me inventó un pasado y un futuro. Mis labios apresaron los tuyos y cuando reparaste en el mortal error de mostrarme la esquina de tu alma, la toqué. Un edificio abandonado fue testigo del navegar a trote desbocado sobre una banca parcialmente cubierta por la hojarasca; penumbra de cómplices ramas, copas y sombras.



Te fuiste cuando la luna te lo indicó y yo permanecí anclado a tu sombra atrapada en el césped. Mi ropa perdió lustre con los años y mi piel arrugada ahora poco disimula la miseria que me envuelve --junto con algunos periódicos--, el frío nocturno. Me acompañan los diálogos sacrílegos y burlones de esos leones y demonios de piedra en las columnas del edificio solitario. No me inmuto. Defiendo tu memoria al vuelo de las palomas que en las mañanas me adormecen en su vuelo. Sé que la última vez que te fuiste, verdaderamente fue doloroso para los dos, por primera vez, aunque esquivaras mi mirada.



Sigo anclado a tu perfume a pesar de los años, las canas y las arrugas de esta piel que se resiste a ceder a la tersura de una muerte anónima. Sé que me amaste. Al menos un instante. Un fulgor que casi duró la eternidad de la caída de una hoja del árbol.



La hojarasca me cubre ahora el cuerpo acurrucado entre recuerdos.








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Acerca de mí

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Cancún, Mexico
Escritor y Naturalista. Licenciado en Biología por la Universidad Nacional Autónoma de México, con estudios en Texas A&M University Campus Kingsville y The University of Florida.