Huracán
Daniel Navarro
Sigo mirando al huracán. No está demasiado lejos.
El monitor indica que el centro empieza a abrir un ojo por lo que sospecho pronto me verá y sabrá que vigilo sus pasos.
"Se calcula virará al norte tan pronto un efecto en Campeche-Tabasco deje de operar, lo que anticipo sucederá en las próximas seis horas”, dice mi reporte, y lo firmo.
Sigo enervado en su movimiento.
Sé que me tiene en sus manos pero no cedo en mi empeño de hacerle constar mi presencia.
Salgo, reviso la maquinaria, la sonda, los sistemas de navegación.
Mi cabellera se levanta y dibuja una carrera ascendente, sostenida por la furiosa ráfaga que me golpea la cara.
Le intento dar una bofetada aunque no puedo, ni tampoco el dejar de llorar inconsolable.
Nos amamos por vez primera entre las aguas de una playa olvidada en el caribe de México. Por unos meses nuestra felicidad fue total hasta que inexplicablemente lo descubrí.
Deseaba irse.
Lo supe cuando la señal irrefutable se presentó a mi puerta y tocó levemente.
Primero no quise hacer caso, pero luego los golpes eran tan ruidosos, contundentes, secos, que no pude ignorarlos.
Era poco lo que mantenía viva nuestra esperanza.
Al terminar de correr las simulaciones con los modelos, envío un último pronóstico: "Ninguno de tres indican un ajuste adecuado, los vientos serán de 90 nudos, alcanzando ráfagas de 127 durante la noche. Sin embargo, es urgente obtener datos in situ.
Solicito autorización.
Forecaster Stewart. NOAA, National Hurricane Center, 21 de septiembre 2002"
Sin hacer caso del anuncio de No Parking, estacioné el auto y entré a la pequeña oficina cercana al hangar.
Miré sus cálculos, los leí en esta pantalla que me permitía conocer el registro de sus movimientos.
Vi las letras de su apellido que firmaban el pronóstico.
En esos momentos estaba allá, adivinando que los designios de Hermes no son de este mundo.
La orden de tomar uno de esos avioncillos meteorológicos demasiado pronto llegó y tuvo que subir, recorrer los cielos hasta tocar la orilla del remolino.
Vine porque su llamada al celular fue diferente.
“Velocidad del viento, tal como fue previsto. Huracán tipo III. Cero visibilidad.”
Lo cruzaría, tuve la certeza de que lo haría porque siempre disfrutaba esa manera de emborracharse para olvidar las penurias.
Me decía que sentía cómo las alas de su avión casi crujían ante la fuerza de una honda que lo intentaba lanzar al infinito.
Sus manos sosteniendo la fragilidad de los instrumentos eran guiadas por su instinto solamente.
Los aparatos de medición, las sondas y los satélites aparecieron desde temprano en mi vida con Stew.
Me di cuenta que siempre recurrió al mismo truco, a la misma emergencia de salir a una tormenta ahí justo en el momento en que cruzábamos por el abismo de nuestro desamor.
Entonces tomaba el avioncillo y se lanzaba a recabar las medidas necesarias para determinar la ruta de los cuadrantes, el tamaño del ojo, las virtudes del mar caliente que se levantaban como una columna de exhalación hasta el cielo.
Siempre regresó porque sabía que lo estaría esperando, hecha un manojo de nervios, perdonando todo, lista para empezar nuevamente.
Pero lo nuestro hacía mucho que había muerto, y en esta temporada creo que también lo supo, estábamos convencidos de que era mejor poner fin.
"La posición de avión de reconocimiento es próxima al centro del huracán Isidore..."
Leí lo que en las letras amarillentas sobre fondo negro, móviles en la pantalla eran una mera confirmación. La imagen de satélite lo mostró impecable.
Alguien hizo el comentario en voz alta: “Ahora Stew está en el centro”, y miré cómo se abría el ojo del huracán en ese momento también.
El peligro era mortal para el piloto que estaba invadiendo el reinado de torbellino. Le pedí que se cerrara, que lo dejara libre, que fuera yo quien rompiera las cadenas para liberarlo.
Algo sucedió.
La persona que había leído el mensaje en voz alta corrió hacia la radio.
Tomé uno de mis cigarrillos y todos me miraron, en esta área de no fumar, visiblemente nerviosos. No pude contener el llanto.
"Ya lo encontraremos, Ruth, ya restableceremos contacto radial con Stew..." me dijeron una y mil veces tratando de darme fuerzas, pero sabía perfectamente que no sucedería de ese modo.
Yo sabía que él quería retirarse, que nuestro amor era imposible y que había tomado una determinación.
El ojo del huracán se cerró y con el viento, la lluvia y el desamor, el mar se rebelaba en grandes paredes que se desplomaron al avanzar.
Los mandos se pusieron en acción inmediata.
Otros aviones rápidamente fueron redirigidos para la búsqueda de Stew.
Las horas transcurrieron, y con ellas los días y los años.
Es curioso.
Todavía estas tormentas que me visitan cada otoño me traen el recuerdo del amor aquel impregnado de mapas y aparatos.
De una vida transcurrida entre laberintos y vorágines sin coordenadas.
Hoy, frente al mar, veo el espeso oleaje caer pesadamente en rebeldía contra la costa.
Es él.
Viene por mí.
Lo sé.
Aunque todo el mundo corre temeroso arrastrado por los vientos que sacuden los follajes y resquebrajan troncos, yo permanezco en esta orilla azotada por el oleaje.
A pesar del huracán que se avecina, estoy en paz.
Huracán Isidore. Cancún, México.
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