lunes, septiembre 03, 2007

EL LIBRO AZUL

El libro azul
Daniel Navarro



Cuando él no me mira, busco mi reflejo
en la pared. Y sólo veo
un clavo del que han descolgado un cuadro.

Wislawa Szymborska. Poesía no completa




Una cabaña de ladrillo y madera almacenaba libros roídos, periódicos añejos del tiempo de la guerra, en estantes abarrotados de polilla a tal grado que quizás por eso la sonrisa de ella ahuecó mi corazón desde el instante mismo que la vi.
Ahí estaba en esa mañana fría de diciembre, yo junto a ella. Su vestido largo, floreado, era tan hermoso como sus manos de textura tan delicada.
Su pañoleta le cubría el cabello cano y sus ojos de un gris pardo me miraban con aquella mezcla de inocencia y fortaleza que tanto me entusiasmó aquella ocasión cuando joven la miré por primera vez.
Me sirvió un café y me senté en apenas un espacio dedicado a las personas que la visitan para pedirle sus servicios como traductora.
Casi no hablamos, siempre fuimos de pocas palabras.
La taza calentó mis manos que estaban tan frías por el clima o por la emoción de verla otra vez.

Nunca se casó y en una esquina de la casa se veían sus fotos, muchas de ellas en blanco y negro.
Su antigua Europa vivía tiempos nuevos, pero la magia de aquellas fotos mantenía erguido el espíritu de un valor por encima de lo terrenal.
No eran muchas las personas que la visitarían en sábado porque las traducciones de documentos oficiales las realizaba para la oficina consular de Polonia, así que era nuestra esa mañana.
Un libro azul adornaba la redonda mesita cubierta por un tejido de lana negro, que asemejaba un poco aquellos abrigos que nos cubrieron en tiempos nevados.
Ella miraba acumularse el frío en mis manos y me recomendaba que me pusiera los guantes de lana y la bufanda que en ese momento me traía de algún closet lleno de libros, recortes y pinturas dobladas cuidadosamente.
Al ponerme los guantes, en una esquina vi la máquina de escribir que antiguamente utilizaba para redactar aquellas cartas que por tanto tiempo fueron mi compañía ante la soledad.

Cuando estuve de agregado cultural en la embajada de México visité su Cracovia de tiempos inmemoriales.
Poco tiempo tuvimos para que el amor floreara en los campos nevados, pero a la luz en diagonal de aquel pálido sol, mi rostro sintió el calor de sus suspiros.
Poco tiempo para poder aprender el idioma de las eles partidas, de las zetas acompañadas de las ces y las dobleús. Acompañado por la tibieza nívea de sus labios, nuestros besos acompañaron a las tejas de los edificios, pintando de líquenes la corteza de los árboles.


Regresé a México hacia el fin de ese invierno y pocos años después, ella me siguió a estas tierras de volcanes y cactos.
Sin embargo, el destino encontró maneras de armar laberintos que ponen los amores a prueba.
Cada uno de los que aman lo saben y muchos de ellos lo sufren.
Mi vida fue extinguiendo una fe, una disciplina amorosa y se hundió en la inutilidad de los suelos sin arar.
Me creí mayor al amor de la mujer eslava, y una vez entre el sol de mi amanecer juvenil perdí una brújula que ella jamás abandonó.
Por eso me disolví una mañana de junio y nunca más supe de ella.
Mis besos recorrieron muchas distancias particularmente cuando aquellas actividades diplomáticas me abrieron las puertas de muchos otros paisajes, parajes indeterminados y sin fin. Irónicamente, aquella mujer de ojos gris pardo, significaba una patria distante, una mujer de lengua impronunciable perdida entre las minas de plata.


Con años vividos en la madurez de mi vida, los cartílagos endurecidos y recorridos los confines de un universo que descubrí vacío, la amargura llenó mis recovecos.
Así fue cuando un día, viendo los árboles llenos de líquenes, recogiendo del suelo algunos conos de pino entre la mirada de algunas ardillas rojizas, recordé a Miroslava.
Sus cartas escritas que alguna vez poblaron mi vida de joven, me dieron calor en el corazón.
Supe encontrarla y quise frecuentarla una vez más.
Le abrí la verdad de mi vida. Me confió de los vericuetos entre la mar y la sal de la tierra.
Cada vez que voy a verla, me lee los poemas de una autora de apellido impronunciable.
Su libro azul se abre cuando llego y me guarda ese espacio dedicado a las personas que buscan sus palabras. En esa casa poblada de revistas ilustradas con colores amorosos, imágenes de un pasado juvenil donde un beso pobló una historia, me recuerda como su primero y único amor.
Así me lo expresan sus ojos, su sonrisa, mientras me extiende una bufanda para que no me de frío.


Quizás dos tazas de café y una rebanada de pan negro que huele tan profundo como el calor que me inunda el corazón cuando la escucho leer poemas en su idioma, traduciendo palabra por palabra.
Al terminar nuestra cita de este otoñal amor, me despide desde una ventana en su cabaña de ladrillo rojo y madera, justo cuando los árboles de pino se encienden en resina fragante.
Sus poemas me inundan los días, me electriza aquel beso que nunca más regresó a mi boca.


Nunca más sucedió. Pero el recuerdo mantiene viva su juventud y su aliento lo siento cerca del mío al respirar a través de la bufanda con su perfume.

Cierro el portón de madera al cruzar el patio. Mis lentos pasos enredados entre sus versos proyectan una sombra que esquivan los apurados transeúntes de esta ciudad que nunca envejece.










· El libro azul se refiere a Poesía No Completa de Wislawa Szymborska.

Xalapa, Veracruz.

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Acerca de mí

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Cancún, Mexico
Escritor y Naturalista. Licenciado en Biología por la Universidad Nacional Autónoma de México, con estudios en Texas A&M University Campus Kingsville y The University of Florida.